jueves, 4 de julio de 2019

REVISTA 109


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Omar
Piña
Madrina Cuquita


A Cynthia Klingler;
porque enseña a mirar hacia el futuro.

El brazo lo tengo lastimado desde que era más chiquita y ¿cómo no? si tenía que acarrear cubetas de tomates podridos todo el día. Primero sentí adentro como un jalón con un alambre. Creí era un mareo porque ya estaba muy entrada la tarde y nada más había comido dos tacos. Esta parte del cuello se puso dura, vino un dolor de atrás de las rodillas y en la panza se formó como un globo; miré al cielo, como si le quisiera preguntar a alguien qué era lo que me estaba pasando. Bien claro recuerdo que sólo miré los tubos de las lámparas y escuché que algo me tronaba.
Bajaba por la rampita y se oyó algo parecido a cuando se dobla un palo con todas las fuerzas. Grité tan recio que las otras cargadoras quedaron espantadas y entonces miré chorros de sangre. El asa de la cubeta pesaba más colgaba de la piel que se me hizo como de chicle hasta que la atravesó el hueso astillado. Me desmayé. No sé qué tiempo pasó; cuando abrí los ojos ya estaba acostada en la cama de un hospital y en una esquina del cuarto, un doctor cuchicheaba con un señor vestido con traje.
–De puro milagro llegaste viva –me dijo una enfermera. –Ya se despertó, doctor.
El señor de traje salió enojado, resoplaba y dio un portazo. Entonces el doctor caminó hacia la cama y con su mano, apretó de una manera tierna la punta de mi pie. Le ordenó a la enfermera que también saliera y cuando nos quedamos solos, preguntó si tenía idea de lo que quería decir una “amputación”. Yo, era la primera vez que oía una palabra tan rara. Quise contestarle que no, pero sentía mareos; quería devolver  la panza   y   al   mismo  tiempo   sentía ganas de llorar. Ni para eso tuve fuerzas. Antes de seguir hablando, preparó una inyección. La aguja entró y luego, un líquido que ardía.
–Amputar es cortar una parte del cuerpo...– No pude oír bien lo demás porque sus palabras eran lejanas, miraba cómo se alargaba su cara y sólo pude ver sus labios delgados y los dientes chuecos. Volví a quedarme dormida, por horas o por días, no lo sé.
Recuerdo que cuando abrí los ojos, llovía con mucha fuerza, pero no había sido ese ruido el que me despertó, sino el de una televisión. Era un aparato grande y supe que estábamos de la tarde porque pasaban las novelas y sentada en un rincón del cuarto, mi madrina veía con mucha atención mientras pelaba cacahuates y se los atragantaba. Parecía como una ardilla muerta de hambre que no se iba a llenar nunca. Los cachetes se le llenaban y después de masticar con mucha fuerza, se empinaba una botella de refresco.
–Deme usted un traguito de coca –le rogué. Ella brincó del susto y de verla tan espantada me entraron las ganas de reír; pero no pude.
–Ahora sí la hiciste buena resopló.
–¿Para eso te traje conmigo? De haberlo sabido antes, mejor te quedabas allá, a pudrirte de por vida, pero allá.
Empezó a gritar palabras muy feas con una especie de odio, una manera de despreciarme. Se levantó de la silla para acercarse con toda su humanidad y cuando tuve su cara bien cerca de la mía pude oler su aliento a descompuesto. Yo no era la que estaba podrida. Que Dios me perdone, pero lo que más quería es que se cayera muerta para que no siguiera diciéndome de cosas. Sus ofensas eran como piedras que se me atoraban en la garganta. Repetía que por mi culpa se había metido en un gran problema con los dueños de la fábrica, que nunca le había pasado con una de sus recomendadas.
Yo, todavía sentía cansancio y supe que por más que lo tratara, no podía defenderme de aquella marrana que chillaba y lanzaba escupitajos con pedacitos de cacahuate sobre mi cara asustada. ¿Qué había hecho de malo? ¿En qué la había ofendido? Sólo cargaba una cubeta y cuando bajaba por la rampa, me abandonaron las fuerzas y tronó mi brazo. ¿Dónde estaba el doctor de los dientes chuecos? Prefería verlo a él, pues aunque aparecía para inyectarme esa medicina que me hacía dormir hasta no saber de mí, era la única persona que me hablaba con cariño. No son inventos, era un sentimiento que reconocí desde que me acarició el pie.
Pasaron días y seguían las inyecciones. Mi madrina Cuca llegaba desde la media tarde y allí se quedaba, conmigo. O más bien dicho, yo creo que estaba encariñada con la televisión, un aparato que después supe, era un regalo de los dueños de la fábrica. Y por lo visto y oído, mi brazo roto era chisme de cada rato; hasta que una noche, el doctor que me quería le dijo a la vieja gorda que la infección se extendía, que estaba “cangrenando”. Se cuchichearon unas cosas. Cuando él salió del cuarto, ella se me quedó mirando con lástima y se puso a llorar. Sentí miedo, porque empezó a acariciarme la cara y me repetía que las cosas iban a salir bien. Lo decía con arrepentimiento. Yo sentía coraje.
A la otra mañana, entraron unas personas que me acostaron en una camita con ruedas y por fin salí del cuarto para entrar a otro lugar donde las paredes eran como las de los baños elegantes,  todo era blanco  y  había  lámparas y aparatos. Volvieron a dormirme y cuando desperté, sentía ligero mi brazo, como si fuera de aire, aunque no podía verlo. Lloré mucho. Entonces, la madrina apagó la televisión para explicarme que si los doctores lo habían quitado, era culpa de mis padres…
–Nunca te dieron de comer bien, por eso creciste mal, con tus huesos como de gelatina.
–Entonces, ¿voy a romperme por partes?
–Mañana nos vamos a la casa. –Fue lo que respondió.
Ya pasó el tiempo y como dice la madrina: “¿De qué nos iba a servir una televisión si en la colonia no hay luz?” No extraño ese aparato, aunque fuera un regalo. A veces, recuerdo al doctor de los dientes chuecos, porque fue el único de quien he recibido un trato de cariño. Si supiera escribir y tuviera que hacer una lista de las personas a quienes quiero, sólo pondría su nombre, se llamaba Félix; pero ya ni lo intento. El brazo que ya no tengo, era el de la mano que sirve para agarrar los lapiceros.
 Hace un rato, unos albañiles vinieron a comprar cigarros sueltos. El más viejo, dijo que de seguro yo había nacido para las ventas: “Aquí, afuera de la casa de doña Cuquita”. Que “lo comerciante” se miraba en mi cara y las buenas formas con que despacho en mi mesita de dulces, que ahorrara mucho para que algún día pusiera una tienda de verdad. ¿Para qué sirve tener una gran tienda si mis huesos son tan aguados como la gelatina?
Hay tardes en que me da por extrañar aquella televisión que fue mía. La tristeza se pasa rápido cuando pienso en lo que dice la madrina, que para mi cumpleaños, va a comprarme un radio de pilas. No falta mucho. La semana que entra, cumplo los doce. &

REVISTA 107

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            Jesús Miguel Montes

LAS PALABRAS
Cuentan -y quienes cuentan son aquellos que saben-, que hubo una vez un día en que en el mundo sólo habitaban seres mudos. Se comunicaban por señas y señales. El sonido de las palabras no existía. Alguien, por inspiración error o miedo a la soledad y el vacío de la quietud del silencio, produjo unos gruñidos que repitieron otros. Tum-tum. Y como un eco los demás repitieron tum-tum. Así se abrió el silencio y de su herida surgieron las palabras. El mundo comenzó a complicarse. Nuestra especie, comenzó a ser extraña entre los seres vivos. Poco a poco nos fuimos alejando de nuestros compañeros. Nuestros hermanos comenzaron a sospechar de nosotros. Ya no éramos iguales.
           Así empezó a escribirse la historia de las palabras. Así empezamos a creer que somos diferentes y especiales. Dicen que las palabras nos han llevado tan lejos, que su extrañeza ha inventado cuentos donde nos creemos reyes y príncipes, y no sé qué tantas cosas más. Al parecer, las dichosas palabras, son las causantes del inicio de su destrucción y su debacle. Las palabras han sido las que forjaron la tragedia. La gran tragedia humana. Debimos haber seguido siendo mudos. Sin cantos ni canciones.
El mundo y la Naturaleza, son los mejores cantos y la mejor canción. Las palabras complican la existencia. Y por eso tratamos de hermosearla. Pero las palabras saben que son falaces, pues nunca dicen o logran decir aquello que se espera de ellas. Las palabras son mentirosas. Son una hermosa fantasía. Hermosas mentiras. Mienten, para ocultar a los humanos lo cruel o lo simple de una verdad. Creemos que adornando nuestras intenciones nos volveremos más interesantes o más precavidos. Pero siempre, tenemos miedo a quedar en desventaja si hablamos llanamente.
A los seres humanos nos gustan las mentiras. Sobre todo, si estas son hermosas, como los poemas y las canciones. El amor es el más creativo en estos casos. Mentimos para amar y ser amados. Las mentiras geniales, suelen ser muy inteligentes y creativas pero no dejan de ser mentiras. Nos encantan las palabras, aunque estas nos mientan y nos engañen, porque a su abrigo nos sentimos mejor. Y aunque sepamos que podemos vivir engañados por las palabras, ellas son las que nos hace humanos. No tenemos de otra. Las palabras nunca dicen la verdad. Por eso son unas eternas mentirosas. Y a veces son muy crueles. Por eso, disfrazar una cruel verdad con una hermosa mentira, nos vuelve a todos muy dichosos. Pero disfrutar de la dicha de las palabras, por ejemplo de un poema, es una virtud que no cualquiera alcanza. Por ello, entusiasmémonos con sus olores y sabores; un pan que no ha sido horneado para cualquiera. Los amantes del poema lo saben muy bien.
Las palabras nos traen muchos disgustos; porque siempre se encuentran en deuda con aquello que intentan decir. Son un adorno y un desperdicio. La saliva que gastamos al pronunciarlas pocas veces logra su cometido. Quizá un mundo sin palabras nos vendría mejor. Así no habría poetas mentirosos. Así, la vida se abriría paso en pos de su verdad; pues las palabras sólo son un obstáculo. Es mejor el lenguaje de los cuerpos, para decir te quiero y tengo hambre de ti. El amante sólo busca yacer entre los brazos de su amada y que sus cuerpos hablen para comunicarse su amor. Un beso es más hermoso y más sabroso que la palabra beso.
Los niños quieren dulces y helados y alegrías. Punto. O una buena ración de pastel de chocolate. Pedirlo, puede llegar a ser una exageración. Las genuflexiones infantiles, tratando de hacerse de un trozo de sandía, pueden llegar a la crueldad. Ellos quieren pastel. Pedirlo y pedir autorización nos lleva a la cultura y a lo social que, inevitablemente, hay en nosotros. Somos seres sociales y con normas; que hemos llegado a ello a través de las palabras. De nosotros depende, que las palabras nos hagan más hermosa la existencia, aunque puedan mentirnos muchas veces.
El conflicto de la vida humana se introdujo a través de una palabra. Pero este conflicto también puede resolverse, y ser maravilloso, con las palabras. Una cálida y hermosa palabra puede dotarnos de la alegría de vivir y seguir en este mundo. Un mundo que, por supuesto, se encuentra preñado de palabras. Porque, o bien las palabras sólo son un maravilloso invento humano o una estrategia para pasar mejor la vida. Por eso, deberíamos recordar que las mejores palabras no son aquellas que designan cosas hermosas, sino aquellas que tienen las mejores intenciones.
Quizá no exagero, si digo que las pinches palabras tal vez nunca logren el cometido de que, los seres parlantes de este mundo, nos llevemos mejor. Porque quizá, cuando digo te amo, es posible que te quedes pensando que te miento. Así son las palabras. Así somos los seres humanos. Nunca tenemos la seguridad de nada. Hasta que alguien nos viene a comunicar que desalojemos la casa que habitamos. O, en lugar de una palabra hermosa, te ofrecen un beso y un abrazo como una linda prueba de que algo sienten por ti.
Nosotros, hemos inventado el sentimiento y la palabra hipocresía. En este sentido, los animales siempre expresan lo que están sintiendo. Nunca falsean un deseo. Tampoco son embusteros, ni pedantes, a la hora de tomar decisiones. Y casi siempre logran lo que se proponen. Los animales, también en este sentido, son honestos por naturaleza. Sus miedos y su valentía siempre son reales. Casi nunca se refugian en excusas o perdones. Eso sólo es humano, demasiado humano.
Los rituales humanos suelen alejarnos de lo esencial. Y lo esencial es la vida y su cuidado. Los rituales nos alejan, porque siempre buscamos quedar bien con los demás, antes que con nosotros mismos. Y casi siempre falseamos algo porque, desde la infancia, nos han enseñado a dar rodeos a través de las palabras. Pues muchas veces, la palabra amor huía a esconderse, ante el impacto de un desaire o una sonrisa malévola. Falseamos nuestras necesidades, y el modo de satisfacerlas, acudiendo a la mentira y el engaño. Pero las palabras no dejan de sorprendernos por todo lo que hemos logrado hacer con ellas. Han sido el inicio de lo que nos ha convertido en seres humanos, y serán, siempre, la única prueba de nuestra propia humanidad.
Y así, finalmente, diría que las palabras, son el intento, desesperado, con el que pretendemos encontrar refugio ante nuestra angustiante soledad. Recuerda que las palabras son hermosas, cuando sus intenciones también lo son. Y que decir “te quiero un chingo” es mejor cuando lo expresas con honestidad que un “te quiero mucho”, vacío y sin sustancia.






REVISTA Cultura de VeracruZ 143

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