César Bisso
Una noche
extraña
a Carlos
Roberto Morán
(diseño
original: Guillermina Bisso)
Largos tragos de whisky estoy bebiendo en una vieja
taberna de Berkeley Square. El sonriente Bill me mira y su afilado rostro
deforma el viejo espejo. Bill siempre sonríe, aún desde la melancólica
pose actoral que lo abriga. Al fondo del salón suena lento y espeso un
blues de John Lee Hooker. Intuyo haberlo escuchado en la película Zona
Caliente, aquel policial erótico con la asombrosa Jennifer Connelly. Cómo
olvidarla. Y cómo reconforta estar ávido de belleza. Ya con los vasos
vacíos, Bill invita a caminar bajo un cielo sin estrellas. Son
pasos fugaces, para ir detrás del humo de su cigarrillo. De pronto
comienza a caer una llovizna imperceptible. Bill sigue fumando. Me observa
de reojo y dispara una leve mueca robada al rey Lear. “Artritis en la
mano. Los dedos hacia adentro hacen de paraguas”. Lanzamos una carcajada.
Y seguimos adelante, como dos marionetas perdidas entre luces y sombras.
Cuando cruzamos frente a la Catedral de San Pablo siento estallar mi
corazón. Hojas de papel con dibujos de historietas comienzan a caer desde
la cúpula. Empalidezco. Bill esboza un breve comentario: “Este momento es
cuando quiero ir a la cama y no levantarme”. Aún sin saber por qué lo dijo
su perspicacia da en el blanco. Me calma. Más tarde ingresamos al barrio
de Piccadilly, donde adormecen resabios de dramas y comedias
shakesperianas, viejos estandartes del imperio y quebrantos de la última
guerra. Rodeada de esplendentes plátanos asoma la estatua de Eros.
“Con mi traje
azul soy más atractivo que esta odiosa piedra, nada tiene que ver con el
abolengo británico”, ironiza Bill. “Es mejor encontrarse con los libros de
Stevenson, Conrad, Dickens”, agrega. “También Borges”, respondo. Y
detenemos el paso. Para qué seguir. Nos despedimos con un abrazo. De regreso,
el leve viento húmedo que proviene desde la Setúbal se cuelga de mis gafas
quebradizas. Amanece.
Nunca estuve en
Londres, pero presumo que el señor Bill Nighy recordará con simpatía mi
rostro de asombro cuando lo vi salir de la pantalla del televisor
y escabullirse parsimoniosamente en esa vieja taberna de Berkeley Square.