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martes, 17 de enero de 2023
REVISTA 136, Cultura de VeracruZ
lunes, 16 de enero de 2023
REVISTA 135, Cultura de VeracruZ
Anahid Villegas
De
velorios
y
taxistas
El velorio
de
Don Pedro Vera
-Dime, Casilda
¿ya le pusiste canela al café?
-Sí, doña
Panchita, ya le puse su canelita y su piloncillo.
-¿También le
pusiste azúcar?
-Sí, doña
Panchita, pos pa que amarre el saborcito con el piquete que voy a ponerle pa
los jugadores.
-Ay, Casilda, a
ver si no te queda muy dulce. A don Pedro nunca le gustó tu café porque decía
que eso era pura miel, que sólo un amargado necesitada de tanta azúcar. Ay ese
don Pedrito, yo no sé qué va ser ora de los taxistas sin su líder, yo me lo
pienso por Rodomiro, que hace poquito se metió de chofer, porque la petrolera
ya no le dio contrato.
No terminábamos
de llegar a la casa de don Pedro Vera y el aroma del café con canela de Pancha
y Casilda, habían inundado la calle Belisario que, por aquellos años todavía
era de tierra y lo único que la distinguía eran dos focos parpadeantes que
coloreaban de amarillo las casas del viejo barrio.
Tenía ocho años
por eso sentía que no debía estar en aquel lugar rodeado de adultos y gente de
cabello blanco, pero no era el único niño, estaban Ricardo, el hijo de Chano el
carnicero del mercado Hidalgo y Daniela, la sobrina del expresidente municipal,
que hacía poco había llegado a Álamo.
Estábamos ahí, en
un ambiente de emociones contrastadas, las señoras que cocinaban en el patio de
la casa grande, vestían de negro y portaban mandiles de manta bordada, amasaban
la masa con manteca, aceite y sal, se escuchaba el ruido de la licuadora
moliendo chiles y tomates, el alboroto por ordenar la secuencia en que se lleva
un velorio.
Rosita, era la jefa de las cocineras, lo supe porque hasta doña
Pancha que siempre fue bien mandona, le obedecía sin chistar.
-Pancha, mueve la masa, si la lumbre tiene mucha leña, sácale unos
cuantos palos pa que no se nos vaya a ahumar la masa y estate moviéndole lento
porque si no se nos pega.
-Sí, Rosita
-Y dile a Casilta que, para la salsa de los tamalitos de frijol,
tateme los tomates, los chiles, el ajo y la cebollita, que no me los vaya a
licuar porque así no sabe igual, que se ponga a- molcajetear, ¡ah! y que el
cilantro picadito se lo ponga al final.
-Sí, Rosita, ahoritita le digo.
Los señores acomodaban las mesas de metal que en el centro tenían
un logo desgastado de alguna cervecera popular, unían dos o tres de esas y
empezaban partidas interminables de domino o de barajas españolas.
Había risas y también llantos.
En la entrada de la casa había dos jarrones de flores de cada lado
de la puerta de madera que por primera vez vería abierta de par en par,
entonces el aroma a café y a chiles tatemados, fue absorbido por el efluvio del
incienso, del agua de crisantemos y rosas, de la cera quemada que se pegaba en
el piso. La algarabía de la gente de afuera no tenía algo que ver con la
seriedad de los que adentro, en un acto solemne despedían a Don Pedro. Una
señora rezaba y pedía por su alma, para que saliera pronto del purgatorio “Dios
te salve María, llena eres de gracia… Santa María, madre de Dios, Padre nuestro
que estás en el cielo, santificado sea tu nombre… y brille para él la luz
perpetua descanse en paz, así sea”, ella decía una oración completa y los demás
en coro respondían con otra, y luego al
revés, yo apenas iba a empezar la catequesis, por eso sólo me sabía el padre
nuestro, pero nunca supe atinarle a la hora en que había que continuar la oración.
-Mira hijo, quiero que lo veas muy bien
No supe en qué momento mi padre me tomó de la mano y me llevó
hasta el ataúd de Don Pedro, mis ojos se fijaron en la palidez de aquel hombre
que nunca había estado más quieto que aquella eterna noche, no respiraba más,
no sonreía más, no movía ni uno sólo de sus cabellos canosos, las manos
cruzadas eran para mí un signo de que, de verdad, el señor Vera nunca más
volvería al volante, ese que forraba cada que la piel se le deshacía por el
sudor de sus manos-. Pensé que seguro Don Pedro era la única persona que
conocía Álamo como la palma de su mano, supe después que ser taxista había sido
su refugio desde el día en que perdió a su único heredero, en las aguas del río
Pantepec.
Fue un dos de noviembre, mucha gente de Álamo quería subir a la
balsa del río para acortar el camino y llegar lo antes posible al panteón de
Tuxpán, varios de los que residíamos ahí, teníamos ascendencia tuxpeña, pero el
mar no pudo enamorarnos tanto como para hacernos quedar.
Antes
La
vez que me encontré a Luis, el salía de la preparatoria, se tambaleaba al
caminar, tenía una botella de caña
-¡Eh! Niño ¿para dónde vas? ¡eh! Me gustó eso que traes en el
cuello ¿te lo compró tu mamita? ¡eh, eh! – Su aliento alcohólico me pareció
repulsivo, le respondí que era una cadena que mi abuelo Benjamín, me había
regalado en mi sexto cumpleaños.
-¡Ah! pues ahora es mía,
escuincle idiota.-
Traté de defenderme, pero él ya me tenía sostenido de los hombros
y me sacudía mientras yo sólo tiraba patadas al aire. De un tirón me quitó la
cadena, me dio un zape y terminó empujándome contra la barda del colegio de
monjas, y siguió su camino, así como si no hubiera hecho nada malo, me dejó ahí
botado, llorando de impotencia hasta que su silueta desapareció.
Ahora tenía que pensar como le diría a mi mamá que el hijo del
líder del sindicato de choferes, me había robado el único regalo que mi abuelo
me obsequió, resolví no decirle la verdad y si preguntaba diría que se me
perdió en el campo, en un partido de fucho, no tuve otra mejor idea.
La noche de ese día, el chofer de mi papá llegó a entregar la
cuenta antes de la hora en que terminaba su turno.
-Buenas noches don Benjamín, le vengo a entregar su taxi, una
disculpa, pero por hoy ya estuvo, fíjese que ahora voy pa Amajac, allá con don
Pedrito ¿ya sabe uste la noticia? – Mi papá no sabía nada, porque de haberlo
hecho se lo habría contado a mi mamá en la cena.
-Pos que se le murió el hijo, Luis, ya ve que le gustaba el chupe
y pos se le pasaron las cañas, dicen que subió a la balsa y que, a mitad del
río, así sin ningún aviso, se tiró al agua, pero pues él no sabía nada y pos,
aunque viera sabido… el balsero se detuvo porque uno de los pasajeros quiso
aventarse a buscarlo, pero que después escuchó que alguien dijo que era Luis el
malandrín del barrio y entonces se arrepintió, pobre Luisito, borracho si era,
pero mal muchacho no.
Yo estaba levantando mi plato para llevarlo al lavabo y escuché la
noticia completa. Debo confesar que una parte de mí malignamente dijo “bien”,
porque lo primero que se me vino a la mente fue pensar que se lo merecía por
aquello que me había hecho, pero luego sentí remordimiento, sabía que no debía
pensar así, al contrario, debía sentir compasión por Luis y su familia, pero
honestamente yo no podía sentirme así.
La
noticia
Aunque
mucha gente se había ido a Tuxpan, para visitar a sus muertos, Álamo estaba
repleto, pues las personas de las comunidades cercanas llegaron a visitar a los
suyos. Álamo tenía un panteón pequeño, pero nadie tenía la intención de que se
hiciera más grande.
Todo estaba pintado del color del cempasúchil, entre dulces en
conserva, veladoras, velas y zacahuil, se distinguían la noticia de que ese
noviembre en Amajac, no sería el mismo para los Vera Vargas, noticia que haría
que Panchita colgara los moños negros en la enorme puerta de cedro, los mismos
que se usaron cuando murió don Eleazar Vera, y pocos meses después se volvieron
a colgar por el sepelio de doña Verónica
Vargas de Vera, que no pudo soportar la ausencia del hombre con quien compartió
casi la vida entera.
Alguien en la puerta tocaba insistentemente el picaporte zoomorfo,
que abría las puertas de madera. Leticia Vargas, celosamente vigilaba que no se
le quemara el arroz con que acompañaría el adobo que tanto le gustaba a su
esposo y a su hijo, ella tenía la creencia de que la comida era como un buen té
de hiervas de esas que curan las heridas que no se ven y también sabía que
desde que Mariana había abandonado este mundo, a Luis se le partió el alma, y
ella como buena madre y costurera estada decidida a enmendarlo.
-Tocan la puerta, Panchita, por favor ve a ver quién es que si me
descuido tantito seguro se me quema el arroz
-Sí, doña Leticia- Pos quien podrá ser hoy, porque no tienen
familia que visitar al panteón, ay esta gente que no tiene quehacer- Renegaba
Panchita mientras caminaba hacía la entrada de la casa grande, decidida a
ponerle mala cara a quien quiera que fuera.
-Buenas noches, Pancha, quiero hablar con los patrones ¿está Don
Pedro?
-¡Ah! eres tú Crescencio, poss que no fuiste a visitar a tus
muertos.
-No, Pancha, ahora no, llámale al patroncito, tengo una noticia
urgente que darle.
-Ummmta, pos yo creo que vienes mañana, porque el patrón está
durmiendo.
-Que es un asunto urgente, Pancha, déjame pasar a decirles.
-Pos dame el recado que yo se lo doy ¿Qué quieres decirle?
-Decirle que su hijo se ahogó.
Pancha se quedó quieta, estremecida por la noticia y no pudo mover
un dedo, Crescencio se metió a la casa y a media salón empezó a llamarle a Don
Pedro y la señora Leticia. -¡Patrón! ¡patrona! -¿Qué pasa Crescencio, por qué
tanto griterío?
-Doñita Leticia, vengo a darle una noticia, ojalá estuviera el
patrón, pos pa no tener que repetirle porque se me anuda la garganta.
-Está durmiendo, Crescencio, pero dime a mí que es igual.
-Su hijo Luisito, patrona, su hijito se ahogó en el río, ya lo
tiene la SEMEFO*, pero quieren
que vayan a reconocer el cuerpo.
De la casa de los Vera un grito de dolor le avisó a toda la cuadra
que el primer muerto de la racha que vendría, era Luis Enrique Vera Vargas. El
grito inconsolable de Leticia hizo retumbar los oídos de Pedro y luego le
quebró el corazón.
El velorio de Luis Vera
Clara, hizo el guiso para los tamales de elote, Laura sólo llegó a
envolverlos, Panchita y Casilda repartían café en los vasos de unicel que
habían sobrado del último velorio que había habido en la casa grande.
La pobre Leticia se desvanecía en llanto, adolorida del alma y del
cuerpo, no pudo resistir los nueve días de su hijo, lo despidieron con una misa
en la iglesia del centro y aunque Luis no era taxista, los del sitio pasaron
lista en su nombre, supongo que por el aprecio que le tenían a Don Pedro quien
siempre fue muy querido en Amajac, en Álamo y varias localidades del pueblo,
pero eso no impidió que muchos de los acompañantes entre murmullos dijeran
“pues Don Pedrito, es muy bueno, pero a mí me da mucha paz saber que su hijo ya
no andará de malandro en las calles y ni les dará más vergüenzas”
La noche en que me morí
Anoche cantó la lechuza, mi madre desde el patio le gritó “chinga
tu madre”, porque del pueblo de donde viene, creen que, si las insultas, el ave
de malagüero deja de augurar la muerte.
No recuerdo si la lechuza cayó sus ordenanzas, aunque yo creo que
no, porque aquí he escuchado que la noche antes de morirme aparte de escuchar
su canto, también aullaron los perros de todas las calles de Hidalgo incluidas
las de Álamo y varias comunidades.
La noche en que me velaron, dieron café con pan para que los
velantes no se quedaran dormidos ni con la barriga hambrienta, fíjense que, si
uno no da zacahuil, tamales o de perdida café con pan, ya nadie se queda a
acompañar a la familia del difunto, a menos que en vida, te hayan querido,
aunque sea un poco.
Muchos lamebotas asistieron a mi entierro, yo con casi nadie me
hablaba decían que era un teporocho problemático y que me gustaba robar, si
borracho si fui, pero ratero nunca, la única vez que me robé algo, fue una
tarde en que me encontré al nieto de don Benjamín, el maldito alcohol ya me
tenía de encargo y yo ya sólo quería ahogarme en él para no recordar a
Marianita que tanto quise, pero luego me arrepentí, volví a la calle del
colegio para ver si ahí estaba el niño, pero pues ya no lo encontré. Luego me
fui al panteón, le llevé un crisantemo a Marianita y creo que me quedé dormido
sobre su tumba, quizá por eso es que hoy estoy aquí,
Escuché como mi pobre madre lloraba y gritaba, pero no pude hacer
nada para consolarla “ay mamita si no me hubiera muerto no tendrías que darle
de comer a la gente que siempre me comió el culo”.
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