martes, 17 de enero de 2023

REVISTA 136, Cultura de VeracruZ




REVISTA DE LITERATURA CONTEMPORANEA Cultura de VeracruZ. COLABORACIONES: María Esther Mandujano García Alborear / Carlos Roberto Morán
Espía y traidor, de Ben Macintyre, / En lo más profundo del sur, de John Connolly / Beppe Mosconi / Poemas / Isaac Gasca Mata

El premio nobel / Eduardo García Aguilar Las huellas de José Eustacio Rivera / Gabriel Fuster -Cine Quan Non / Rafael Rojas Colorado / Año Viejo / Jonathan García Ramírez El Palacio de la Ilusión / 

lunes, 16 de enero de 2023

REVISTA 135, Cultura de VeracruZ

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Anahid Villegas

De

velorios

y

taxistas

El velorio

de

Don Pedro Vera

 


-Dime, Casilda ¿ya le pusiste canela al café?


-Sí, doña Panchita, ya le puse su canelita y su piloncillo.


-¿También le pusiste azúcar?


-Sí, doña Panchita, pos pa que amarre el saborcito con el piquete que voy a ponerle pa los jugadores.


-Ay, Casilda, a ver si no te queda muy dulce. A don Pedro nunca le gustó tu café porque decía que eso era pura miel, que sólo un amargado necesitada de tanta azúcar. Ay ese don Pedrito, yo no sé qué va ser ora de los taxistas sin su líder, yo me lo pienso por Rodomiro, que hace poquito se metió de chofer, porque la petrolera ya no le dio contrato.


No terminábamos de llegar a la casa de don Pedro Vera y el aroma del café con canela de Pancha y Casilda, habían inundado la calle Belisario que, por aquellos años todavía era de tierra y lo único que la distinguía eran dos focos parpadeantes que coloreaban de amarillo las casas del viejo barrio.


Tenía ocho años por eso sentía que no debía estar en aquel lugar rodeado de adultos y gente de cabello blanco, pero no era el único niño, estaban Ricardo, el hijo de Chano el carnicero del mercado Hidalgo y Daniela, la sobrina del expresidente municipal, que hacía poco había llegado a Álamo.


Estábamos ahí, en un ambiente de emociones contrastadas, las señoras que cocinaban en el patio de la casa grande, vestían de negro y portaban mandiles de manta bordada, amasaban la masa con manteca, aceite y sal, se escuchaba el ruido de la licuadora moliendo chiles y tomates, el alboroto por ordenar la secuencia en que se lleva un velorio.

Rosita, era la jefa de las cocineras, lo supe porque hasta doña Pancha que siempre fue bien mandona, le obedecía sin chistar.

-Pancha, mueve la masa, si la lumbre tiene mucha leña, sácale unos cuantos palos pa que no se nos vaya a ahumar la masa y estate moviéndole lento porque si no se nos pega.

-Sí, Rosita

-Y dile a Casilta que, para la salsa de los tamalitos de frijol, tateme los tomates, los chiles, el ajo y la cebollita, que no me los vaya a licuar porque así no sabe igual, que se ponga a- molcajetear, ¡ah! y que el cilantro picadito se lo ponga al final.

-Sí, Rosita, ahoritita le digo.

Los señores acomodaban las mesas de metal que en el centro tenían un logo desgastado de alguna cervecera popular, unían dos o tres de esas y empezaban partidas interminables de domino o de barajas españolas.

Había risas y también llantos.

En la entrada de la casa había dos jarrones de flores de cada lado de la puerta de madera que por primera vez vería abierta de par en par, entonces el aroma a café y a chiles tatemados, fue absorbido por el efluvio del incienso, del agua de crisantemos y rosas, de la cera quemada que se pegaba en el piso. La algarabía de la gente de afuera no tenía algo que ver con la seriedad de los que adentro, en un acto solemne despedían a Don Pedro. Una señora rezaba y pedía por su alma, para que saliera pronto del purgatorio “Dios te salve María, llena eres de gracia… Santa María, madre de Dios, Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre… y brille para él la luz perpetua descanse en paz, así sea”, ella decía una oración completa y los demás  en coro respondían con otra, y luego al revés, yo apenas iba a empezar la catequesis, por eso sólo me sabía el padre nuestro, pero nunca supe atinarle a la hora en que había que continuar la oración.

-Mira hijo, quiero que lo veas muy bien

No supe en qué momento mi padre me tomó de la mano y me llevó hasta el ataúd de Don Pedro, mis ojos se fijaron en la palidez de aquel hombre que nunca había estado más quieto que aquella eterna noche, no respiraba más, no sonreía más, no movía ni uno sólo de sus cabellos canosos, las manos cruzadas eran para mí un signo de que, de verdad, el señor Vera nunca más volvería al volante, ese que forraba cada que la piel se le deshacía por el sudor de sus manos-. Pensé que seguro Don Pedro era la única persona que conocía Álamo como la palma de su mano, supe después que ser taxista había sido su refugio desde el día en que perdió a su único heredero, en las aguas del río Pantepec.

Fue un dos de noviembre, mucha gente de Álamo quería subir a la balsa del río para acortar el camino y llegar lo antes posible al panteón de Tuxpán, varios de los que residíamos ahí, teníamos ascendencia tuxpeña, pero el mar no pudo enamorarnos tanto como para hacernos quedar.


Antes

La vez que me encontré a Luis, el salía de la preparatoria, se tambaleaba al caminar, tenía una botella de caña

-¡Eh! Niño ¿para dónde vas? ¡eh! Me gustó eso que traes en el cuello ¿te lo compró tu mamita? ¡eh, eh! – Su aliento alcohólico me pareció repulsivo, le respondí que era una cadena que mi abuelo Benjamín, me había regalado en mi sexto cumpleaños.

-¡Ah! pues ahora es mía, escuincle idiota.-

Traté de defenderme, pero él ya me tenía sostenido de los hombros y me sacudía mientras yo sólo tiraba patadas al aire. De un tirón me quitó la cadena, me dio un zape y terminó empujándome contra la barda del colegio de monjas, y siguió su camino, así como si no hubiera hecho nada malo, me dejó ahí botado, llorando de impotencia hasta que su silueta desapareció.

Ahora tenía que pensar como le diría a mi mamá que el hijo del líder del sindicato de choferes, me había robado el único regalo que mi abuelo me obsequió, resolví no decirle la verdad y si preguntaba diría que se me perdió en el campo, en un partido de fucho, no tuve otra mejor idea.

La noche de ese día, el chofer de mi papá llegó a entregar la cuenta antes de la hora en que terminaba su turno.

-Buenas noches don Benjamín, le vengo a entregar su taxi, una disculpa, pero por hoy ya estuvo, fíjese que ahora voy pa Amajac, allá con don Pedrito ¿ya sabe uste la noticia? – Mi papá no sabía nada, porque de haberlo hecho se lo habría contado a mi mamá en la cena.

-Pos que se le murió el hijo, Luis, ya ve que le gustaba el chupe y pos se le pasaron las cañas, dicen que subió a la balsa y que, a mitad del río, así sin ningún aviso, se tiró al agua, pero pues él no sabía nada y pos, aunque viera sabido… el balsero se detuvo porque uno de los pasajeros quiso aventarse a buscarlo, pero que después escuchó que alguien dijo que era Luis el malandrín del barrio y entonces se arrepintió, pobre Luisito, borracho si era, pero mal muchacho no.

Yo estaba levantando mi plato para llevarlo al lavabo y escuché la noticia completa. Debo confesar que una parte de mí malignamente dijo “bien”, porque lo primero que se me vino a la mente fue pensar que se lo merecía por aquello que me había hecho, pero luego sentí remordimiento, sabía que no debía pensar así, al contrario, debía sentir compasión por Luis y su familia, pero honestamente yo no podía sentirme así.

 

La noticia

Aunque mucha gente se había ido a Tuxpan, para visitar a sus muertos, Álamo estaba repleto, pues las personas de las comunidades cercanas llegaron a visitar a los suyos. Álamo tenía un panteón pequeño, pero nadie tenía la intención de que se hiciera más grande.

Todo estaba pintado del color del cempasúchil, entre dulces en conserva, veladoras, velas y zacahuil, se distinguían la noticia de que ese noviembre en Amajac, no sería el mismo para los Vera Vargas, noticia que haría que Panchita colgara los moños negros en la enorme puerta de cedro, los mismos que se usaron cuando murió don Eleazar Vera, y pocos meses después se volvieron a colgar por el sepelio de  doña Verónica Vargas de Vera, que no pudo soportar la ausencia del hombre con quien compartió casi la vida entera.

Alguien en la puerta tocaba insistentemente el picaporte zoomorfo, que abría las puertas de madera. Leticia Vargas, celosamente vigilaba que no se le quemara el arroz con que acompañaría el adobo que tanto le gustaba a su esposo y a su hijo, ella tenía la creencia de que la comida era como un buen té de hiervas de esas que curan las heridas que no se ven y también sabía que desde que Mariana había abandonado este mundo, a Luis se le partió el alma, y ella como buena madre y costurera estada decidida a enmendarlo.

-Tocan la puerta, Panchita, por favor ve a ver quién es que si me descuido tantito seguro se me quema el arroz

-Sí, doña Leticia- Pos quien podrá ser hoy, porque no tienen familia que visitar al panteón, ay esta gente que no tiene quehacer- Renegaba Panchita mientras caminaba hacía la entrada de la casa grande, decidida a ponerle mala cara a quien quiera que fuera.

-Buenas noches, Pancha, quiero hablar con los patrones ¿está Don Pedro?

-¡Ah! eres tú Crescencio, poss que no fuiste a visitar a tus muertos.

-No, Pancha, ahora no, llámale al patroncito, tengo una noticia urgente que darle.

-Ummmta, pos yo creo que vienes mañana, porque el patrón está durmiendo.

-Que es un asunto urgente, Pancha, déjame pasar a decirles.

-Pos dame el recado que yo se lo doy ¿Qué quieres decirle?

-Decirle que su hijo se ahogó.

Pancha se quedó quieta, estremecida por la noticia y no pudo mover un dedo, Crescencio se metió a la casa y a media salón empezó a llamarle a Don Pedro y la señora Leticia. -¡Patrón! ¡patrona! -¿Qué pasa Crescencio, por qué tanto griterío?

-Doñita Leticia, vengo a darle una noticia, ojalá estuviera el patrón, pos pa no tener que repetirle porque se me anuda la garganta.

-Está durmiendo, Crescencio, pero dime a mí que es igual.

-Su hijo Luisito, patrona, su hijito se ahogó en el río, ya lo tiene la SEMEFO*, pero quieren que vayan a reconocer el cuerpo.

De la casa de los Vera un grito de dolor le avisó a toda la cuadra que el primer muerto de la racha que vendría, era Luis Enrique Vera Vargas. El grito inconsolable de Leticia hizo retumbar los oídos de Pedro y luego le quebró el corazón.

 

 

El velorio de Luis Vera

Clara, hizo el guiso para los tamales de elote, Laura sólo llegó a envolverlos, Panchita y Casilda repartían café en los vasos de unicel que habían sobrado del último velorio que había habido en la casa grande.

La pobre Leticia se desvanecía en llanto, adolorida del alma y del cuerpo, no pudo resistir los nueve días de su hijo, lo despidieron con una misa en la iglesia del centro y aunque Luis no era taxista, los del sitio pasaron lista en su nombre, supongo que por el aprecio que le tenían a Don Pedro quien siempre fue muy querido en Amajac, en Álamo y varias localidades del pueblo, pero eso no impidió que muchos de los acompañantes entre murmullos dijeran “pues Don Pedrito, es muy bueno, pero a mí me da mucha paz saber que su hijo ya no andará de malandro en las calles y ni les dará más vergüenzas”

 

La noche en que me morí

Anoche cantó la lechuza, mi madre desde el patio le gritó “chinga tu madre”, porque del pueblo de donde viene, creen que, si las insultas, el ave de malagüero deja de augurar la muerte.

No recuerdo si la lechuza cayó sus ordenanzas, aunque yo creo que no, porque aquí he escuchado que la noche antes de morirme aparte de escuchar su canto, también aullaron los perros de todas las calles de Hidalgo incluidas las de Álamo y varias comunidades.

La noche en que me velaron, dieron café con pan para que los velantes no se quedaran dormidos ni con la barriga hambrienta, fíjense que, si uno no da zacahuil, tamales o de perdida café con pan, ya nadie se queda a acompañar a la familia del difunto, a menos que en vida, te hayan querido, aunque sea un poco.

Muchos lamebotas asistieron a mi entierro, yo con casi nadie me hablaba decían que era un teporocho problemático y que me gustaba robar, si borracho si fui, pero ratero nunca, la única vez que me robé algo, fue una tarde en que me encontré al nieto de don Benjamín, el maldito alcohol ya me tenía de encargo y yo ya sólo quería ahogarme en él para no recordar a Marianita que tanto quise, pero luego me arrepentí, volví a la calle del colegio para ver si ahí estaba el niño, pero pues ya no lo encontré. Luego me fui al panteón, le llevé un crisantemo a Marianita y creo que me quedé dormido sobre su tumba, quizá por eso es que hoy estoy aquí,

Escuché como mi pobre madre lloraba y gritaba, pero no pude hacer nada para consolarla “ay mamita si no me hubiera muerto no tendrías que darle de comer a la gente que siempre me comió el culo”.

 

El Nobel de Literatura 2022:  Annie Ernaux. Reconocida por la Academia Sueca por "el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las restricciones colectivas de la memorial personal".



* (Servicio Médico Forense) es la institución de apoyo judicial.





147: REVISTA DE LITERATURA CONTEMPORÁNEA CULTURA DE VERACRUZ

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