Raúl Hernández Viveros
Foto: Hugo Cano Salazar
Una propuesta literaria de Severino Salazar Muro
Raúl Hernández Viveros
Severino
Salazar Muro,
1947-2005,
autor de Donde deben de estar las
catedrales, 1984, (Premio Juan Rulfo para Primera Novela); El mundo es un lugar extraño, 1989; Desiertos intactos, 1990; Tres noveletas de amor imposible; además de Las aguas derramadas, Universidad
Veracruzana 1987 y Cuentos de Navidad, Daga,
México, 1997. Licenciado en Letras Inglesas por la UNAM y fue profesor titular
de tiempo completo en la UAM, se distinguió por ser el narrador contemporáneo
más importante de Zacatecas. Parte de su trabajo cuentistero ha sido traducido
al inglés, francés e italiano.
Fue el narrador
contemporáneo más importante de Zacatecas. Supo lo difícil que resulta superar
moldes y estilos. Realizar un texto con base a una obra anterior sería peligroso
porque se puede caer en la parodia o caricatura. Su trabajo literario Donde deben estar las catedrales, (1984):
un proyecto ambicioso que reflexionó sobre los mecanismos de William
Faulkner, con la estructura de Las palmeras salvajes.
Severino Salazar
Muro estudió minuciosamente el modelo
faullmeriano: lo desarmó y
volvió armar para
entroncar en una vertiente
original. Demostró la existencia de una crisis en la
novela. Narró historias de su lugar
natal. Rescató un mundo de leyendas,
crónicas y pláticas de ancianos. Evocó
situaciones y testimonios de un pasado de personajes; fantasmas que entran y
salen de la escritura fina; texto desgarrado
por sugerencias poéticas. Las
relaciones humanas giran bajo el intento
de restauración de la fachada de la catedral de Zacatecas.
Esta obra
comienza casi igual que Pedro Paramo: "Bajé del camión
que me trajo desde la
ciudad. Estoy parado a media plaza. Vine a reconstruir ese suceso que tuvo lugar
cuando yo era un chiquillo” (p. 13); después las voces del pueblo
desparraman deshilvanadas una
serie de anécdotas; lentamente
Ia madeja de frases oprime las vueltas del hilo conductor. Los personajes toman la palabra y el autor
deja que discutan en un diálogo, o monólogo intenso y reflexivo sobre la
muerte. El paso del tiempo, y la
existencia de las palomas, hará mella al edificio colonial. La propuesta de
Severino Salazar Muro correspondió al rescate de un lenguaje denso y cerrado; trascendió
las influencias literarias. No importan las meditaciones de carácter rulfiano,
o la nostalgia de los escenarios de Al
filo del agua, de Yáñez, ni el
homenaje directo al maestro Faulkner,
porque la escritura de Donde deben estar las catedrales señaló un camino en la narrativa mexicana contemporánea.
En 1986, Con las aguas derramadas se reivindicó el
prestigio de la serie Ficción de la Universidad Veracruzana. Por Vicente
Francisco Torres lo conocí. Su conversación de sus lecturas y proyectos literarios.
Sus viajes: "Me di cuenta que la geografía, el lugar de origen, implicaba
una forma de ver el mundo. Que implicaba una cosmovisión. Que uno nacía marcado
por el pedazo de tierra donde había caído al mundo, donde había vivido sus
primeros años. Que en ese lugar estaba su cultura, toda su tradición; el lugar
era la lente desde donde se observa la vida”. Colaboró en de la revista Cultura de
VeracruZ, No. 6, oct.-dic. 2005.
Mario
Calderón me aclaró que: “En 1999 que estaba de coordinadora de la maestría la
Doctora Dolores Bravo y yo era secretario académico hubo un ciclo de
conferencias (Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP), que se llamó Los
narradores y su poética, asistieron Herminio Martínez, Renato Prada Oropeza y
Severino Salazar. Estos autores hablaron de su trabajo y leyeron un cuento.
Dejaron sus textos para una posible publicación pero no hubo dinero para la
misma. Esa es la razón por que tengo el texto de Severino Salazar, y leyó el
cuento “Los guajolotes”, que se encuentra en el libro Cuentos de navidad, editado
por editorial Daga”. Esta nota se publicó en el número 6, de la revista Cultura de VeracruZ, octubre / diciembre
de 2005.
Entonces Severino
Salazar entregó su propuesta literaria: I “Nací en una casa de adobes y
cantera en uno de los muchos ranchos perdidos por los rincones del estado de
Zacatecas. Ahí habían nacido mi padre y mi madre, y más atrás sus abuelos. El
rancho estaba en el fondo de uno de los columpios de un valle. Por alguna razón
la casa no tenía ventanas, sólo puertas. Pero desde el patio de mi casa se
miraba al valle ondulante y lleno de colores, que como un tapete se
desenrollaba hacía los cuatro puntos cardinales, hasta que se volvía azul
marino, azul cielo desaparecía. De niño aprendí a otear grandes distancias,
pues de mi patio se contemplaba todo el
mundo, y en medio de éste, bien
plantada, estaba la capilla y su austera torre, y luego el camposanto como un
jardín descuidado, vigilante voraz.
El viento llegaba de diferentes
rumbos durante todo el año y pronto aprendí lo que traía o lo que significaba
para nuestras vidas. Mi padre me enseñó los nombres de las plantas, de los
lugares y el uso de los animales, como a él se lo había enseñado mi abuelo, y a
mi abuelo su padre, y así… La vida pasada, la que se la había llevado a cabo
antes de que yo viniera al mundo también me fue dicha. Se me puso al corriente
sobre la vida de mis vecinos para que
yo las siguiera junto con la mía, para que se entretejieran todas
juntas. Y en las noches escuché las leyendas y los orígenes de nuestro mundo.
Estaba seguro del lugar donde estaba parado junto con mis semejantes. Sabía que
nuestro lugar se encontraba entre la tierra y el cielo y que ese espacio no
albergaba ningún misterio.
Pero a principios de los años
sesenta desperté a una pesadilla en un suburbio de la ciudad de México. En la
colonia Tlacotal. Habitaba en dos cuartos de tabiques pelones que daban a una
calle lodosa en verano y a un terregal en los meses de sequía. Me di cuenta que
ahí no había estaciones, que el viento, la lluvia, el sol y la tierra me eran
desconocidos y hostiles, ya no guardaban ningún significado. La naturaleza se
había vuelto onerosa. Mientras una ciudad crecía y se amontonaba a nuestro
derredor. Nos oprimía.
Y después, tuvieron que pasar diez
largos años para que con sorpresa y amargura me diera cuenta que yo era parte
de ese éxodo del campo rumbo a la gran ciudad, que había comenzado en los
sesentas y que todavía no termina, que yo como millones de seres humanos habíamos
dejado nuestra tierra, nuestro espacio, para volar como las termitas, atraídas
por la luz, tras el brillo de la metrópoli, para morir en ella, para quedar
ciegos, tal vez.
Y años después, yo como ellos, ya
no podía con la carga de nostalgia. Supe que mi condición era la nostalgia, el
recuerdo, la añoranza. Que había sufrido una pérdida, y que hasta ahora
reparaba en ello. Que ya me había alejado bastante para regresar a buscar lo
perdido. Se había hecho tarde.
Y después de algún vagabundear,
me senté a escribir mi primera novela, Donde deben estar las catedrales.
Porque debía contestarme muchas
preguntas. Pues sentí que había perdido mi lugar en el mundo, no me era familia
el pedazo de tierra donde estaba parado, ni sabía por qué me encontraba ahí.
Salieron las preguntas, pero nunca
llegaron las respuestas. El precio que tuve que pagar por aprender lo que
era la literatura fue muy caro, para aprender a describir con añoranza mi
lugar; para aprender las estrategias para comunicarlo tuve que pagar este alto
precio que fue, a saber, dejado, abandonado.
Y una vez afuera, no hay forma de regresar, porque en el viaje se había
perdido la inocencia, y el paraíso, por ende, desapareció.
Ahora
lo visito, pero ya no es el mismo lugar, está hueco. Aunque nada ha cambiado,
el aire es el mismo, como los árboles, el río, las montañas y las nubes. Todo
es igual, pero yo no.
La única forma de visitar ese lugar y que
ninguno de los dos haya sufrido cambios, ahora es por medio de la escritura, de
la reconstrucción de aquellos tiempos idos.
II: Ahora contaré cómo surgió lo que
yo llamo mi proyecto literario, mi deseo de escribir el medio rural, la
provincia mexicana. Después de la secundaria y de la preparatoria estudié
Letras Inglesas en la
Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ahí tomó forma, se
pulió mi vocación por la literatura. Tuve Maestros como Margo Glantz en
Shakespeare, Luisa Josefina Hernández en Literatura comparada, Rosario
Castellanos en novela hispanoamericana, J,J, Arreola y el Maestro Augusto
Monterroso en cuento, Federico Patán en literatura norteamericana, Sergio Fernández en Siglo de
Oro, etc.,
Después de haber
estado expuesto a las enseñanzas y sabiduría de escritores tan ejemplares uno
quería escribir, yo quería escribir.
Pero había un pequeño problema:
quería escribir sobre mi tierra, sobre la vida y aconteceres de mi pequeño
pueblo, sobre la gente que habitaba las extensas regiones de Zacatecas, sobre
el desierto y sobre los frescos valles, donde crece el maíz y los árboles frutales. Y eso no
estaba bien visto en los años setenta. No estaba de moda la provincia en la
narrativa mexicana. O en la narrativa que producían los jóvenes de aquellas
épocas.
La llamada "novela de la
ciudad" estaba en su punto de madurez y prodigando sus frutos más jugosos.
La novela que había empezado en 1958 con la publicación de La región más
transparente de Carlos Fuentes. También lo que se dio en llamar la
"Narrativa de la Onda"
era netamente urbana. Sus personajes eran chavos de la clase media, preparatorianos
y universitarios de algunas regiones y colonias de la Ciudad de México. Hasta
dentro del plano de la misma ciudad había discriminación literaria. La
centralización entonces era más asfixiante que ahora. Tal parecía que el
pavoroso proyecto nacional del gobierno fuera sólo el D.F., como una vez dijo
José Joaquín Blanco.
Juan Rulfo, Agustín Yañez, José
Rubén Romero, Mauricio Magdaleno, eran como parte de un pasado ya superado.
Incluso se les atacaba; aunque ellos habían sido los padres literarios y maestros
de la nueva generación. En suma, la provincia estaba en el olvido y en el
descrédito. Sin embargo, las ciudades de provincia seguían creciendo al margen.
Pero la gran ciudad tenía entretenidos a todos los narradores. Recuerdo la
frase que se oía mucho en los talleres literarios de esa época cuando a alguien
se le ocurría escribir un texto sobre la provincia: "Ya casi a finales del
siglo XX y se te ocurre escribir sobre campesinos o indios. No por favor, eso
ya está superado" Frases como ésa le amarraban las manos a quien quisiera
aventurarse por los caminos de la provincia mexicana.
Gracias a una beca que me fue
concedida por el Consejo Británico tuve la oportunidad de vivir Un buen tiempo
en la Gran Bretaña
y estudiar un poco de Literatura inglesa in situ.
Con asombro y alegría descubría
--viajando por esos lugares- el hilo negro: que el Condado Wessex inventado por
Thomas Hardy en novelas como Tess of the D'Uvervilles o Jude el oscuro, no era
otro más que su pequeñísimo pueblo natal Egdon Heath en Dorset. Que cumbres
borrascosas había sido escrita e inspirada en un minúsculo pueblo de Yorkshire,
al norte de Inglaterra, llamado Haworth, rodeado de pantanos y pastizales
flexibles y juguetones, solitarios. Que Isak Dinesen había escrito esa saga maravillosa
de Jutlandia y que Jutlandia no era más que una hilera de pueblecitos en los
bosques, a la orilla de los lagos entre los pantanos del norte de Dinamarca;
donde solamente vivían campesinos alrededor de un castillo, de una capilla o de
una catedral, y sobre la tierra que cultivaban para vivir. Me di cuenta que la
geografía, el lugar de origen, implicaba una forma de ver el mundo. Que
implicaba una cosmovisión. Que uno hacia marcado por el pedazo de tierra donde
había caído al mundo, donde había vivido sus primeros años. Que en ese lugar
estaba su cultura, toda su tradición; el lugar era la lente desde donde se
observa la vida.
Entonces, ese
microcosmos contenía todo el mundo como el Aleph
de Borges. El chiste consistía ahora en escucharlo con las herramientas
necesarias. Observar de cerca su comportamiento detenidamente, sus historias. Y
la vida iba a saltar como las liebres de los matorrales. Llegué a una
conclusión obvia; que cualquier ser humano, de cualquier lugar del mundo era
tan importante y tan singular que se podía convertir en sujeto literario. Y que
las raíces, todo su contexto, estaban enterrados en el pedazo de tierra donde
había nacido y vivido los primeros, los definitivos y definitorios años de su
vida. Desde ahí, sobre ese lugar, pensaba y, actuaba, sufría y gozaba. O sea
que ahí estaban los grandes temas que hacen la literatura, a saber, la vida, el
trabajo, el amor, Dios y la muerte
Por analogía con otros lugares,
yo había descubierto mi propio lugar.
Afortunadamente, al regresar a
México las nuevas voces de la provincia, de la nueva provincia, comenzaban a
escucharse otra vez, desde diferentes puntos de nuestro país y desde finales de
los setenta y principios de los ochenta. Jesús Gardea en el norte y su mítico
Placeres, Gerardo Cornejo en los desiertos del noroeste, Luis Arturo Ramos en
su natal Veracruz, Hernán Lara Zavala en su Zitilchén de la Península de Yucatán,
Daniel Sada en las fronteras del norte, de Mexicali. Y muchos otros más. Todos
ellos revisitando la provincia, la nueva provincia, encontrándola cambiada,
reivindicándola. Una provincia que ya no se parece a la de Yañez o a la de
Rulfo. Una provincia que había despertado a la modernidad.
Y Rulfo, Yañez, Magdaleno, Romero,
seguían teniendo razón: había que ser regional, local provinciano. Pero
viéndolo bien, toda la literatura es local. Como una vez le oí decir a Eraclio
Zepeda: No hay nada más regional que una novela que sucede en un departamento
de la Colonia
del Valle, o un relato de las calles de Tepito, o la Zona Rosa. Toda la
literatura está cuadriculada en regiones, afortunadamente.
Con estas enseñanzas, con estos
descubrimientos, comencé a escribir novelitas y cuentos sobre Zacatecas. Y de esta manera la experiencia
mexicana y europea contribuyó a que descubriera mi tierra y sus posibilidades
literarias.”
Severino Salazar Muro nació en
Tepetongo, Zacatecas, el 12 de junio de 1947, y murió en la ciudad de México,
el 7 de agosto de 2005. Todavía tengo la imagen de su sonrisa, la alegría por
compartir los días sinceros de amistad que se transformaron en proyectos
literarios, conversaciones sobre autores y obras magistrales. Imágenes que permanecen
en el hemisferio izquierdo de mi pensamiento. Gracias a Vicente Francisco Torres
algunos fines de semana conversamos hasta la llegada del nuevo día. En estos
vasos comunicantes también agradezco a Mario Calderón la amistad que hizo
posible recibir la propuesta
literaria de Severino Salazar Muro, de su participación en la Facultad
de Filosofía y Letras de la BUAP, 1999. En 2013, Alberto Paredes coordinó la edición de Obras reunidas de Severino Salazar, Once volúmenes, Manuel
Felguérez, ilustraciones de Portada, México, Juan Pablos-INBA.
1 comentario:
Desgraciadamente no es tan conocido en su tierra natal. Es poco lo que se escucha sobre él en la historia literaria regional
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