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Ellos me tildan de parásito, demente pisoteándome sin piedad, pero ya verán, que algún día me liberaré, correré a otros mundos y los veré como hormigas venenosas, entonces gozaré de mi superioridad que me distingue y enorgullece como ser humano diferente, distinto, que no hace mal a nadie. Por lo pronto, seguiré mi vida solitaria en el laberinto de cuartos sucios que me cobijan, y donde se incuban sentimientos de odio hacia todos; ya los astros se encargarán de vengar mi soledad y sensibilizar los corazones de los que se creen perfectos. Por lo pronto, me complace correr, jugar, trepar a los árboles aún con dificultad y desde arriba, reír a carcajadas del mundo que me distingue como ser despreciable sin que tenga culpa alguna.
CUENTOS
Aurora
Ruiz Vásquez
REFUGIO
DEL EXTRAÑO
No sé cómo me llamo, me dicen Ben y acudo cuando me gritan y me
ordenan que desaparezca. Mis hermanos me temen, no me respetan aún siendo el
mayor, pues dicen que cuando me encolerizo me transformo en una fiera, un
monstruo y corren a esconderse, o me apedrean. Mi padre es un tirano, sumido en
su embriaguez, al que poco veo, sólo cuando me azota por haber derramado la
sopa, y eso que no como en el comedor con toda la familia. En sus ojos de fuego
demuestra que estorbo. Me tratan como a un extraño porque soy diferente. Los
vecinos se me quedan viendo, sin hablar y me rehúyen, murmuran, considerándome
idiota o loco. Mi madre es la única que me quiere, aunque no lo demuestra por
temor, pero yo lo sé, tal vez esconda algún pecadillo de juventud porque siempre
está triste.
Al fondo de la casa, hay unos cuartos
oscuros vacíos, sin puertas ni ventanas, llenos únicamente de polvo, telarañas
y ratones. Dan hacia la vereda que conduce al centro del pueblo. Allí me
refugio en soledad todo el tiempo y respiro la paz, entre escombros y
cachivaches viejos –con razón los llaman los cuartos de los espantos.
(Pienso…
pero ¿puedo pensar?); todo olvido al momento, las imágenes se borran y
confunden, mis palabras salen atropelladas con voz ronca, los movimientos son
toscos e incontrolables y mis facciones diferentes; además, soy feo, me siento
feo e inútil, sin embargo, soy superior, único, algo me distingue de mis
hermanos a los que no comprendo, por lo que los evito, y me paso las horas
platicando con el sol, las estrellas y
una voz que me sale de dentro y es mi amiga –el otro y lo otro– reímos juntos a
carcajadas, paseamos por las noches cuando escapamos de mi cárcel sin rejas,
jugamos a las escondidas, cazamos ratones, y soñamos con nuestra riqueza,
mientras todos duermen.
Ellos me tildan de parásito, demente pisoteándome sin piedad, pero ya verán, que algún día me liberaré, correré a otros mundos y los veré como hormigas venenosas, entonces gozaré de mi superioridad que me distingue y enorgullece como ser humano diferente, distinto, que no hace mal a nadie. Por lo pronto, seguiré mi vida solitaria en el laberinto de cuartos sucios que me cobijan, y donde se incuban sentimientos de odio hacia todos; ya los astros se encargarán de vengar mi soledad y sensibilizar los corazones de los que se creen perfectos. Por lo pronto, me complace correr, jugar, trepar a los árboles aún con dificultad y desde arriba, reír a carcajadas del mundo que me distingue como ser despreciable sin que tenga culpa alguna.
El energúmeno de mi padre gozaría si yo
desapareciera, pero aunque estoy enfermo, el médico dice que viviré muchos
años, los suficientes para enterrar a todos, nunca se sabe…, sin embargo, me
siento cansado y desearía dormir, dormir para siempre.
Una noche fría, el padre de Ben completamente
ebrio, tropezó con su hijo entre la maleza del patio de la casa y éste lo ayudó
a llegar a sus habitaciones colocándolo en la cama y regresó a trepar a su
árbol preferido, que estaba frente a los cuartos; allí le gustaba agazaparse
horas enteras como las gallinas que buscan una rama para dormir, El sueño lo
venció y cayó al suelo entre las piedras que le hirieron la cabeza y un fierro
puntiagudo como espada filosa, se le clavó en el pecho; empezó a sangrar en forma abundante, hasta quedar inconsciente.
Así pasó
toda la noche y Ben fue encontrado al amanecer, enroscado como un gato, ya sin
vida, con inexpresión en el rostro.
INVASIÓN/ Entre colinas y
un bosque espeso, enclavado a varios kilómetros de la ciudad, se encontraba el
Monasterio de piedra San Isidro, atravesado por un pequeño río. Había sido
construido hace miles de años y servía,
no sólo para resguardo de monjes y sus
prácticas religiosas, sino como fortaleza en tiempos de guerra.
Dentro
del patio principal, se hallaba un pilar o columna en forma de aguja de diez
metros de altura. Estaba construido en tal forma que lo hacía singular. El
menor movimiento extraño lo registraba, por lo que se podían pronosticar
temblores o invasiones de cualquier
clase. Además, tenía un mirador por el que era factible vigilar a grandes
distancias con ayuda de catalejos. En esta forma, se podían tomar las medidas
preventivas adecuadas. Entre los monjes del convento estaba el padre Sixto,
hombre de edad avanzada, invidente de gran experiencia, celoso del cuidado del
monasterio y del cumplimiento de los deberes de los otros monjes. Por las mañanas acostumbraba recorrer el bosque a
orillas del río, apoyado en su bastón y
luego de sentarse en una piedra a meditar, dejaba que el viento jugara con su
cabello cano y aspiraba con deleite el aire perfumado. Su oído era tan fino que
percibía el menor ruido, imaginando el lenguaje de las aves, el sonido del agua
y el susurro del viento.
El
sol se encontraba en el cenit cuando el
padre Sixto despertó del pequeño período
de sueño que había tenido en un claro del bosque. Cuando se incorporó quiso
caminar y algo impidió su paso haciéndolo tambalear, creyó que eran piedras o
terrones de tierra con hojarasca. Se quedó inmóvil. En ese preciso momento
apareció otro monje que ya lo buscaba al haber notado su ausencia. Éste se
alarmó al contemplar innumerables pájaros negros degollados, tirados en la
tierra. Algo extraño nunca visto. Fue a informar del suceso inesperado e
incomprensible al Monasterio. Oro monje externó que una tarde había visto que el cielo se oscurecía, volteó hacia
arriba y observó una mancha negra que pasaba en
el cielo como una nube; seguramente era una parvada enorme de esos
misteriosos pájaros negros.
Una tarde con niebla, el padre Sixto sintió que le zumbaban los oídos
en forma persistente. Sintió la presencia cercana de otros seres, corazones que
latían al unísono, respiraciones acompasadas y ruidos extraños que como ecos
partían del bosque en forma de un batir de alas. Alarmado pidió a otro padre que observara el obelisco de piedra. Éste
permanecía inmóvil sin señal de alarma. Pensó que su mal sería pasajero y no se
relacionaba con ningún peligro. Sin embargo, quedó en alerta. De repente, el
zumbido fue insoportable, entonces,
observaron el obelisco. Éste oscilaba como un péndulo. La voz de alarma
cundió y los monjes, sin saber qué pasaba, fueron saliendo sigilosos por un
pasadizo subterráneo que conducía al exterior. Caminaron por la orilla del río
para refugiarse en el laberinto del bosque sin imaginarse que allí estaba su
perdición. Trataban de protegerse entre los troncos caídos, cuando un enorme
pájaro negro cayó sobre la cabeza de uno de los monjes clavándole sus garras,
luego otro y otro más. Sorprendidos, trataron de huir corriendo a refugiarse al
convento. Esos extraños pájaros tenían cabeza de monos, casi semejaban una cara
humana con ojos rojizos como de fuego. Producían sonidos estridentes en gran
algarabía. Los monjes, aterrados, entre ellos el padre Sixto, apenas tuvieron
tiempo de llegar al monasterio, donde los pájaros, que los habían seguido, les
cerraban el paso. Por fin lograron encerrarse en sus estrechas celdas y
angustiados se dedicaron a orar, no sin antes preguntarse ¿qué clase de seres
son?
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