viernes, 20 de enero de 2017

Revista Cultura de Veracruz No. 96





DESCARGA AQUI REVISTA Cultura de VeracruZ, No. 96

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CUENTOS
Aurora Ruiz Vásquez
REFUGIO DEL EXTRAÑO
                    

No sé cómo me llamo, me dicen Ben y acudo cuando me gritan y me ordenan que desaparezca. Mis hermanos me temen, no me respetan aún siendo el mayor, pues dicen que cuando me encolerizo me transformo en una fiera, un monstruo y corren a esconderse, o me apedrean. Mi padre es un tirano, sumido en su embriaguez, al que poco veo, sólo cuando me azota por haber derramado la sopa, y eso que no como en el comedor con toda la familia. En sus ojos de fuego demuestra que estorbo. Me tratan como a un extraño porque soy diferente. Los vecinos se me quedan viendo, sin hablar y me rehúyen, murmuran, considerándome idiota o loco. Mi madre es la única que me quiere, aunque no lo demuestra por temor, pero yo lo sé, tal vez esconda algún pecadillo de juventud porque siempre está triste.
Al fondo de la casa, hay unos cuartos oscuros vacíos, sin puertas ni ventanas, llenos únicamente de polvo, telarañas y ratones. Dan hacia la vereda que conduce al centro del pueblo. Allí me refugio en soledad todo el tiempo y respiro la paz, entre escombros y cachivaches viejos –con razón los llaman los cuartos de los espantos.
 (Pienso…  pero ¿puedo pensar?); todo olvido al momento, las imágenes se borran y confunden, mis palabras salen atropelladas con voz ronca, los movimientos son toscos e incontrolables y mis facciones diferentes; además, soy feo, me siento feo e inútil, sin embargo, soy superior, único, algo me distingue de mis hermanos a los que no comprendo, por lo que los evito, y me paso las horas platicando con el  sol, las estrellas y una voz que me sale de dentro y es mi amiga –el otro y lo otro– reímos juntos a carcajadas, paseamos por las noches cuando escapamos de mi cárcel sin rejas, jugamos a las escondidas, cazamos ratones, y soñamos con nuestra riqueza, mientras todos duermen.


Ellos me tildan de parásito, demente pisoteándome sin piedad, pero ya verán, que algún día me liberaré, correré a otros mundos y los veré como hormigas venenosas, entonces  gozaré de mi superioridad que me distingue y enorgullece  como ser humano diferente, distinto, que no hace mal a nadie. Por lo pronto, seguiré mi vida solitaria en el laberinto de cuartos sucios que me cobijan, y donde se incuban sentimientos de odio hacia todos; ya los astros se encargarán de vengar mi soledad y sensibilizar los corazones de los que se creen perfectos. Por lo pronto, me complace correr, jugar, trepar a los árboles aún con dificultad y desde arriba, reír a carcajadas del mundo que me distingue como ser despreciable sin que tenga culpa alguna.
El energúmeno de mi padre gozaría si yo desapareciera, pero aunque estoy enfermo, el médico dice que viviré muchos años, los suficientes para enterrar a todos, nunca se sabe…, sin embargo, me siento cansado y desearía dormir, dormir para siempre.
Una noche fría, el padre de Ben completamente ebrio, tropezó con su hijo entre la maleza del patio de la casa y éste lo ayudó a llegar a sus habitaciones colocándolo en la cama y regresó a trepar a su árbol preferido, que estaba frente a los cuartos; allí le gustaba agazaparse horas enteras como las gallinas que buscan una rama para dormir, El sueño lo venció y cayó al suelo entre las piedras que le hirieron la cabeza y un fierro puntiagudo como espada filosa, se le clavó en el pecho;  empezó a sangrar en forma abundante,  hasta quedar inconsciente.
Así pasó toda la noche y Ben fue encontrado al amanecer, enroscado como un gato, ya sin vida, con inexpresión en el rostro.


INVASIÓN/ Entre colinas y un bosque espeso, enclavado a varios kilómetros de la ciudad, se encontraba el Monasterio de piedra San Isidro, atravesado por un pequeño río. Había sido construido hace miles de años y  servía, no  sólo para resguardo de monjes y sus prácticas religiosas, sino como fortaleza en tiempos de guerra.
Dentro del patio principal, se hallaba un pilar o columna en forma de aguja de diez metros de altura. Estaba construido en tal forma que lo hacía singular. El menor movimiento extraño lo registraba, por lo que se podían pronosticar temblores o invasiones  de cualquier clase. Además, tenía un mirador por el que era factible vigilar a grandes distancias con ayuda de catalejos. En esta forma, se podían tomar las medidas preventivas adecuadas. Entre los monjes del convento estaba el padre Sixto, hombre de edad avanzada, invidente de gran experiencia, celoso del cuidado del monasterio y del cumplimiento de los deberes de los otros monjes. Por  las mañanas acostumbraba recorrer el bosque a orillas del  río, apoyado en su bastón y luego de sentarse en una piedra a meditar, dejaba que el viento jugara con su cabello cano y aspiraba con deleite el aire perfumado. Su oído era tan fino que percibía el menor ruido, imaginando el lenguaje de las aves, el sonido del agua y el susurro del viento.
El sol  se encontraba en el cenit cuando el padre Sixto despertó del  pequeño período de sueño que había tenido en un claro del bosque. Cuando se incorporó quiso caminar y algo impidió su paso haciéndolo tambalear, creyó que eran piedras o terrones de tierra con hojarasca. Se quedó inmóvil. En ese preciso momento apareció otro monje que ya lo buscaba al haber notado su ausencia. Éste se alarmó al contemplar innumerables pájaros negros degollados, tirados en la tierra. Algo extraño nunca visto. Fue a informar del suceso inesperado e incomprensible al Monasterio. Oro monje externó que una tarde había visto  que el cielo se oscurecía, volteó hacia arriba y observó una mancha negra que pasaba en  el cielo como una nube; seguramente era una parvada enorme de esos misteriosos pájaros negros.
Una tarde con niebla, el padre Sixto sintió que le zumbaban los oídos en forma persistente. Sintió la presencia cercana de otros seres, corazones que latían al unísono, respiraciones acompasadas y ruidos extraños que como ecos partían del bosque en forma de un batir de alas. Alarmado pidió a otro padre que   observara el obelisco de piedra. Éste permanecía inmóvil sin señal de alarma. Pensó que su mal sería pasajero y no se relacionaba con ningún peligro. Sin embargo, quedó en alerta. De repente, el zumbido fue insoportable, entonces,  observaron el obelisco. Éste oscilaba como un péndulo. La voz de alarma cundió y los monjes, sin saber qué pasaba, fueron saliendo sigilosos por un pasadizo subterráneo que conducía al exterior. Caminaron por la orilla del río para refugiarse en el laberinto del bosque sin imaginarse que allí estaba su perdición. Trataban de protegerse entre los troncos caídos, cuando un enorme pájaro negro cayó sobre la cabeza de uno de los monjes clavándole sus garras, luego otro y otro más. Sorprendidos, trataron de huir corriendo a refugiarse al convento. Esos extraños pájaros tenían cabeza de monos, casi semejaban una cara humana con ojos rojizos como de fuego. Producían sonidos estridentes en gran algarabía. Los monjes, aterrados, entre ellos el padre Sixto, apenas tuvieron tiempo de llegar al monasterio, donde los pájaros, que los habían seguido, les cerraban el paso. Por fin lograron encerrarse en sus estrechas celdas y angustiados se dedicaron a orar, no sin antes preguntarse ¿qué clase de seres son?


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