Denise
Armitano
Cárdenas*
AMAR HASTA
LA MUERTE
Ilustración:
Jean-Viollier (1896 – 1985), L’épouvantail charmeur III (1928), óleo sobre
tela, 71 x 51 cm, Asociación de Amigos del Petit Palais, (Ginebra, Suiza),
Fotografía de Patrick Goetel.
*Venezuela,
1969. Narradora, publicista y traductora. Fundadora y editora de la web
literaria Contexturas.org. Ha publicado narrativa, crónica y ensayo en diversos
periódicos, revistas y antologías de América Latina: Papel Literario (El
Nacional), La voce d’Italia, Revista Brevilla, Letralia, Revista Plesiosaurio,
Editorial EOSVilla, editorial Kañy y Editorial Lector Cómplice. Se ha formado
en talleres literarios de destacados escritores latinoamericanos. Pertenece al
Colectivo Internacional de Minificción para fomentar y ejercer la minificción.
El
lunes, José Alberto Lescano no acudió a trabajar. Al día siguiente tampoco. El
patrono y Toni, uno de los pocos compañeros con los que José Alberto entablaba
conversación, se alertaron pues éste nunca faltaba y tampoco solía enfermarse.
¿Acaso habría sufrido un accidente o habría sido víctima de un robo, de un
secuestro? Se presentía lo peor. El miércoles en la tarde, Toni decidió ir a
buscarlo. Llamó a la puerta, gritó, pero nadie atendió. Tras forzar una ventana
logró entrar en la vivienda.
El
olor a descomposición anunciaba la desgracia: en el dormitorio sumido en la
penumbra, al pie de la cama, yacían dos cuerpos inmóviles, el de José Alberto
junto al de otra persona. El hombre estaba completamente desnudo mientras que
el otro cuerpo vestía una harapienta blusa de flores y un sombrero que le
disimulaba el rostro. Revuelto y anonadado por la escena, Toni corrió a buscar
a la policía. Pronto llegaron los expertos forenses para determinar si se
trataba de una escena del crimen o de la muerte natural de ambas personas.
José
Alberto Lescano, de unos 58 años pasados, era robusto, con una salud
inquebrantable y la fuerza física que muchos jóvenes hubiesen querido tener.
Llevaba toda la vida trabajando en el campo, en la provincia de Buenos Aires, y
ninguno de sus patronos había tenido quejas de él. Al contrario, al momento de
las cosechas ‒cuando
se necesitaban más brazos fuertes‒ muchos
se lo disputaban. Lo convencía el que
le ofreciera la mejor paga. De escasas palabras y trato poco afable, rara vez
se le veía en las fiestas
populares o en la iglesia de la pequeña localidad de Balcarce, salvo en Semana
Santa o en Navidad. De vez en cuando iba al bar donde se reunían sus compañeros
de faena para ver algún partido de fútbol, pero siempre se mantenía al margen
de juergas exaltadas.
Desde
que su esposa había desaparecido sin dejar rastro, hacía unos veinte años, José
Alberto parecía haberse acostumbrado a su viudez forzada. Nunca se le veía en
compañía femenina. Tampoco era un buen partido: solo un simple trabajador
agrícola sin bienes ni fortuna, apenas una casa derruida en la que pasaba la
mayor parte del tiempo cuando no estaba trabajando. La barbera del pueblo,
igualmente viuda, había intentado ligar con él pero sin mayores resultados.
Sólo una vez, al masajearle las sienes con cierta intención seductora, percibió
que un bulto se hinchaba de manera notoria bajo el pantalón de lona del
agricultor. No pasó de allí. El hombre disimuló la exaltación bajo su sombrero
y soportó estoicamente el corte de pelo. Luego pagó y salió sin decir una
palabra.
Para
saciar sus impulsos sexuales, José Alberto solía practicar la autosatisfacción.
A veces la excitación era propiciada por el recuerdo de alguna mujer vista de
soslayo en el mercado de los sábados. Allí acudían bellas mujeres de las villas
vecinas, e incluso turistas de la capital. A esas, trataba de fotografiarlas en
su mente para luego evocarlas en sus momentos de intimidad solitaria. Otras veces, recurría a cuadernillos con fotografías pornográficas
que compraba ‒siempre
ocultos dentro de un diario anodino‒ en el quiosco de la plaza. También estaban los videos
picantes que adquiría, de la
manera más discreta
posible, junto con películas de
acción o comedias.
Todos esos estímulos formaban
parte del mundo erótico-onanista
de José Alberto. Hasta
el día en que apareció Susana…
Cuando
la vio en el mercado supo que ella era para él: de cabello rubio como la paja
dorada, madura pero con figura de jovencita, ancha de caderas, de piel lechosa,
labios turgentes como frutas rojas recién cogidas.
El
sexo no se hizo esperar. Para José Alberto, Susana era la amante ideal: muy
callada y dócil… Casi sumisa. La amaba desenfrenadamente, con un amor físico
salvaje, como para resarcir tantos años de placer en solitario. Sin embargo,
una vez que gozaba con el cuerpo de Susana ‒quizás de manera un
poco impersonal y sin preocuparse mucho por el placer de ella‒ el
otrora tosco agricultor la trataba con suma delicadeza, colmándola de
atenciones: “Vos te quedas
quietita que yo hago todo” decía, y luego
tarareaba una milonga amorosa entre dientes.
Un
viernes, al finalizar la jornada en el bar, Toni le comentó que lo notaba más
alegre, más suelto, menos huraño:
—¿Te sentís
bien? ‒preguntó entre copas‒
cualquiera diría que tenés mujer en casa…
—Puede ser
—contestó José Alberto con timidez y una leve sonrisa.
—Ahhh, ¿te
juntaste con Mabel? Esa barbera te tiene ganas desde hace tiempo, mirá que se
lo ha dicho a mi mujer. Además comenta que vos parece que estás bien dotado.
—No, esa es una
cualquiera. Mi Susy es un ángel, es pura, sólo ha sido mía —respondió José
Alberto con tono glacial.
Alzando los
hombros incrédulamente, Toni replicó:
—Eso dicen
todas… saben disimular. Cuidado y la tal Susy es menorcita y te metés en un
problemón legal.
Al
acercarse a los cadáveres, la policía comprobó que José Alberto tenía una
expresión de goce en el rostro y que Susanita estaba toda despelucada, con la
mirada vacía y el pintalabios corrido. Ante el “macabro hallazgo”, comenzaron a
correr las especulaciones y las burlas por parte del personal policíaco y
forense: que si le había dado un infarto, que si había sido por el susto porque
Susanita le había susurrado cosas
aterradoras al oído, que si la muerte había ocurrido al momento del orgasmo,
que si el juego sexual “se le había ido de las manos”… Los policías y los
forenses se deleitaban haciendo gestos y chistes subidos de tono a cuesta de un
pobre hombre demasiado solo y preso de su fantasía: lo que parecía ser el
cuerpo de una mujer en realidad era un muñeco de paja de los que se usan en el
campo para espantar a los pájaros y otros animales.
Con
los ojos llorosos y la voz entrecortada, genuinamente acongojado, Toni
declararía en televisión: “Yo era su único amigo, su confidente. Dicen que
hacía cosas raras, que era un pervertido… pero yo sólo sé que amó a Susana
hasta la muerte”.
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