VIENDO CAER
LA TARDE
(Selección)
Antonio Enrique
(Granada, 1953), de la Academia de Buenas Letras de Granada, es autor de una
vasta obra en los géneros de poesía, narrativa, ensayo y crítica literaria.
Como poeta, ha publicado dieciséis libros, siendo los últimos Santo Sepulcro
(1998), El reloj del infierno (1999), Huerta del cielo (2000), Silver
shadow (2004) y Viendo caer la tarde (2005). La Armónica Montaña
(Akal, 1996), Kalaát Horra (Montraveta, 1991; reimpresa Las praderas
celestiales Comares, 1999), La luz de la sangre (Osuna, 1997;
Quadrivium, 2008), El discípulo amado (Seix Barral, 2000) y Santuario
del odio (Roca, 2006) constituyen sus novelas, siendo autor, asimismo, de Cuentos
del río de la vida (Temas Accitanos, 1991; Ideal, 2003). Su labor de
crítica literaria está contenida en unos cuatrocientos comentarios, en revistas
y prensa especializada. Como ensayista, finalmente, cuenta con los libros Tratado
de la Alhambra Hermética (1988, 1991 y 2005; versión inglesa, 2007), Los
suavísimos desiertos (2005) y El laúd de los pacíficos (2008).
Viendo caer la
tarde (Fundación Caja Rural del Sur, Granada, 2006). Crisálida
sagrada (Cajasur, Córdoba, 2009). Cisne esdrújulo (Diputación,
Granada, 2013). El amigo de la luna
menguante (Carena, Barcelona, 2014). Al otro lado del mundo (El toro
celeste, Málaga, 2014). La palabra muda (El gallo de oro, Bilbao, 2018).
Los cementerios flotantes (Carena, Granada, 2023). Traducido como poeta
a las lenguas habituales y representado en las antologías comunes a su
promoción literaria, fue decidido impulsor de la denominada literatura de la
diferencia. Reside en Guadix, donde desempeña tareas docentes y está al cuidado
del aula Abentofail de poesía y pensamiento. En su misteriosa Guadix lo
conocimos y descubrimos la sabiduría de
este extraordinario autor, y desde entonces continua su imagen en nuestro
pensamiento. Cultura de VeracruZ, entonces editó su número a la Academia de
Oriente .
¿A QUIÉN
abrazar? ¿A quién
voy yo a
abrazar ahora?
Curiosa
observación: cuando se llora de verdad
la lágrima no
destila del lagrimal,
sino que brota
del ojo entero.
No han parado
de chirriar las golondrinas.
Y sí, hoy llegó
al fin el presente
con la kipá y
el Sidur ha-Merkaf,
el viejo libro
de meditación y oración.
¿Cuántas
generaciones hubieron de pasar
para poder sin
pavor abrirlo
y comprobar sus
letras
como
huecesillos dispersos del buen Dios?
En algún lugar
olerá a nardos,
perpetuamente.
En algún lugar
habrá gentes
que huelan a nardo,
de tan ligera
como tienen el alma.
La casa pareció
hundirse
bajo la
catarata de golondrinas.
No sólo se
llora a veces con el ojo entero,
sino que todo
el cuerpo son los ojos.
¿A quién
abrazar ahora?
¿Habrá que
abrazar a las paredes?
¿Habré de
abrazarme a mí mismo?
LA GRACIA de la rama oscilante
cuando el
pájaro acaba de saltar.
El gozo
del sol dando en el hueco
de las
alas del pájaro en el aire.
Y ese
milagro del trasluz
de la
migaja que llevan en el pico.
Está la
tarde a reventar de plenitud.
Se quitan
el trino unos pájaros a otros.
Y el agua
en las acequias
centellea
contra las hojas de los árboles,
transidos
mientras la brisa los recorre.
La vida
borda sus perfiles,
como la
oruga en el huevo teje la seda.
El
silencio a sí mismo se devana.
Se movió
la rama sin pájaro y sin aire.
El sol se
está ocultando.
ZAPATOS
ROJOS, negros, grises, amarillos;
zapatos
de piel, charol, raso, terciopelo,
altos,
bajos, duros, livianos,
de
fiesta, de invierno y primavera:
los
limpio, mientras voy limpiando
mi vida y
la tuya de tantas equivocaciones.
Sólo esto
quedó de ti. Y tus pasos,
que aún
no han acabado de extinguirse.
Y SI en
vez de la luna,
aparecieras
tú de repente.
En el
horizonte ha quedado
una cinta
de espuma reverberante.
A veces
ocurre así en el crepúsculo.
Puesto,
el sol aún flamea.
Nada de
viento, nada de estrellas,
todavía.
Calma. Calma
como un
mar en que nos hubiéramos
extraviado.
Se le ve, al silencio,
la vela
que lleva henchida.
Podría
irme, volver, sentarme,
levantarme.
Y la tarde seguiría
ahí,
aplacada sobre el horizonte,
como una
mariposa azul gigante.
¿Quién
eras tú, que te apareces?
Arriba
estás, brillando. Remota.
SE
MIRABAN toda la tarde. Estaban
mirándose
toda la tarde,
el uno
junto al otro, sin hablar.
Quietos,
como agazapados bajo el calor
en las tardes
interminables del estío.
El sol
dibujaba en las paredes
las
listas de las persianas echadas.
Se
adensaba el sopor en el agobio.
Si acaso,
se alzaba una mano
con la
toalla al cuello para enjugarse.
Y se
estaban así, uno
junto al
otro, los abuelos.
No se
hablaban, para qué, si estaban
juntos.
Respiraban
un mismo
aliento, sabían
que uno
de los dos moriría antes.
Y qué
sería del uno sin el otro.
Huele, la
carne vieja cuando suda,
a rosas
asfixiándose en un jarrón.
Se
miraban. No se hablaban.
La tarde,
simplemente, sucedía.
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