viernes, 26 de julio de 2024

REVISTA Cultura de VeracruZ No. 146

 

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Antonio Rivero Taravillo

 

 (1963) dirige en la revista Estación Poesía, del Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla. Traductor de muchos de los más importantes poetas en lengua inglesa, novelista, ensayista, biógrafo de Luis Cernuda y de Juan Eduardo Cirlot, ha publicado diecisiete libros de poemas, el más reciente de los cuales es Luna sin rostro (Pre-Textos). Entre los premios que ha recibido están el Comillas y el Antonio Domínguez Ortiz, ambos de biografía, por sus trabajos sobre Luis Cernuda y Juan Eduardo Cirlot, respectivamente; el Ciudad de Lucena Lara Cantizani y el Ciudad de Alcalá de poesía; el Premio Andaluz a la Traducción Literaria, o el Rafael Pérez Estrada de aforismos.

UN CONQUISTADOR


A diferencia

de otros que nacieron en España

(“cuando los dioses nacían en Extremadura”)

y murieron en México, este hombre,

o acaso dios tronante o semidiós,

nació en la Nueva España,

pariente de Cortés y Moctezuma,

en la también naciente Zacatecas.

 

Capitán General del muy lejano

Reino de Santa Fe de Nuevo México

que él fundara con saña y con furor,

aún corría el siglo XVI

cuando sus gestas fueron apilándose

igual que oro, plata o esmeraldas;

contemporáneo de Shakespeare y Cervantes,

que no pudo cruzar la Mar Océana

como era su ambición,

merced de una vacante que no vino.

 Ningún inglés pisaba todavía

hierba de aquella inmensidad

cuando él desovilló, leguas y leguas,

el Camino Real de Tierra Adentro.

De allí, explorador y codicioso

de riquezas que en sueños ya tocaba,

fue a la fertilidad de las Llanuras

y al río Colorado y sus quimeras.

 

Murió en el pueblo en que nació mi padre,

al pie del Pozo Rico, así llamado.

 Y antes, aventuras y proezas

rebozadas de crímenes e infamias,

mutilaciones, luchas y victorias.

Un hombre de una pieza, un diablo entero

derramador de sangre y de pasiones,

amputó los pies de los indígenas rebeldes.

el Rey lo castigó, pero más tarde

regresó a las andadas

 pues no amputaron nunca al que amputo

los pies de los indígenas rebeldes.

 




Al expirar, recordaría

praderas, el Río Bravo del Norte,

minas, indios pueblo, arcabuzazos,

búfalos y coyotes, más los cactus

del tamaño de su espinosa ambición.

En dónde está su tumba, no se sabe.

Tal vez el mineral que persiguiera

hoy lo acoge en su seno generoso

igual que una moneda en una bolsa,

y desde el otro lado del azogue

(el mismo de Almadén que inspeccionara)

reúna nacimiento y defunción.

 

De aquel aliento épico, aquí queda

un soplo de lo lírico

entre versos mellados.

De tanto cabalgar por los desiertos,

su vida la borró una polvareda.



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