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Patricia Suárez*
El quinto
piso
En el quinto piso del edificio C, vive una mujer de sesenta y siete años, se llama Gertudris y sólo la acompaña su gato. El conjunto habitacional en el que vive se compone de seis condominios marcados con letras que van de la A a la F, colocados en una especie de semicírculo. El A, B y C en un extremo, y el D, E F en el otro. Justo en el punto medio de los seis, se ubica el edificio en el que ella vive; esto le ayuda a tener una panorámica completa para ver alrededor de los cincos edificios restantes, pues cuando Gertrudis se sienta desde la ventana de su recámara, logra observar los pasillos de los edificios A y B y los que componen el otro extremo, que son el D, E y F.
Todas las tardes, después de las dos, aproximadamente, la unidad habitacional se vuelve silenciosa porque es la hora del día en la que todos los vecinos se disponen hacer la siesta, ya sea para reponer el banquete o para descansar un poco de la jornada matutina. Es en ese lapso de tiempo cuando Gertrudis siempre se asoma desde su ventana a observar cómo su vecina, que tiene la misma edad que ella pero que aparenta más años, sale de su departamento que está en el quinto piso del edificio casi enfrente del suyo, que es el F. Y desde que baja las escaleras de cada piso, la mujer se sitúa en los pasillos de cada nivel para ir discretamente a asomarse por las mirillas de las puertas de cada departamento. Todos los vecinos sabían de Gertrudis, pues a lo lejos, sin importar la hora del día, habían notado que ella siempre los miraba tras la cortina de su ventana; usaba una de esas cortinas traslúcidas que dan paso a la luz solar y que evidentemente le mostraba su sombra. Pero sobre lo que hacía la vecina del edificio F, nadie había advertido esa mala costumbre de hurgar en los interiores y de apropiarse de sus vidas y hasta la de cada una de sus familias. A ella le daba una especie de placer y curiosidad ver el orden que componía cada comedor en cada hogar; se detenía para mirar cada espacio por muy breves que fueran los minutos. Le gustaba ver el orden y las formas de los platos, los vasos, los manteles y cada accesorio que lograba captar dentro de cada mesa, todo en conjunto. Para ella significaban los rituales que cada familia empleaba para compartir su hora de la merienda; así lo creía desde que era una niña; incluso buscaba detectar el olor de los guisados que en cada casa a esa hora podría serle perceptible, porque a veces eso quizá le sugeriría una idea de lo que podría prepararse ella misma al día siguiente. Después de la comida, le gustaba ver cómo hacían la sobremesa y dejaban las cosas en orden (o en desorden quienes nunca tenían tiempo para ello), porque en ese pequeño detalle de darse el tiempo para acomodar todo, pensaba que tal vez en ocasiones a la comida no le otorgaban el tiempo necesario para digerirla con calma. Pero independiente de las ideas que ella podría encontrar en los detalles de las áreas del comedor que veía, también le gustaba comparar si el acto de comer de cada familia era igual a la de su vida rutinaria, tal vez pensando que, encontrándoles algo diferente, podría hallar algo que la enamorara de la suya.
Gertudris no dejaba de sentir celos y tensión por la actitud repetitiva, obsesiva y sigilosa de su vecina, sin que nadie de los vecinos aparentemente notara el ojo exterior en sus hogares. Toda esa actividad de espiar, le llevaba más de una hora para ocultarse y observar los entresijos de la vida de los demás; pues en cada mirar, les iba robando la intimidad, las pláticas, y de repente hasta las discusiones familiares, porque esas nunca faltaban. Y así como observaba aquello también le gustaba detenerse en los modales, las costumbres y la interacción de cada familia por buena o mala que fuera. Esto le hacía recordar que todas esas vidas dentro de cada familia, tenían un poco de lo que fue la suya cuando tenía compañía, y eso no le hacía sentirse tan vacía cuando encontraba parecidos en las vidas de ellos.
Así, cada día Gertrudis también observaba a la mujer del quinto piso, con la misma recurrencia que ésta veía a los otros. Nunca tuvo manera de hablar con ella, ni siquiera sostuvo contacto de miradas; sabía que era una mujer astuta y hábil por la forma de actuar sin que nadie lo notara. No deseaba encontrarse con ella, ni tampoco tenía interés para saber por qué le gustaba tanto hacer aquello, pues pensaba que si se acercaba a ella para cuestionarle sobre esa maña de espiar las vidas ajenas, tal vez merecería un reclamo por estar vigilante y pendiente de lo que la otra hacía a los demás; o bien, al sentirse descubierta, dejaría de mirarlos, y entonces Gertrudis ya no tendría nada que hacer por las tardes después de la hora de comer, perdiendo la oportunidad de poder seguir imaginando una historia en su mente.
Las cosas continuaron entre la vecina y Gertrudis, siguiendo su curso día a día sin que nadie de los vecinos notara algo. Y en el acto de estar al pendiente de la vida de los otros, sabían que en uno de los departamentos había un hombre joven que vivía solo. Él siempre llegaba con paquetes y bolsas; la vecina observaba que en esas bolsas llevaba su comida, se sentaba solo en el comedor, y mientras comía sostenía en la mano la pantalla de su celular; notaba que platicaba con alguien, que se reía y que la pasaba bien. Eso a ella le hacía pensar que no era tan solitario, porque a la distancia alguien le acompañaba en su plática. A veces el hombre reposaba después de comer, y otras veces aprovechaba para sacar la basura y medio asear su espacio que era muy básico, pues sólo contaba con una mesa y un banco; sin embargo, se notaba que en su vida diaria sólo tenía tiempo para llegar a dormir, pues por lo común, después de comer, el joven inmediatamente salía de su departamento. En el otro lado, había una familia de tres, el padre, la madre y la hija como de quince años; todos los días, así como salían juntos llegaban de la misma manera; aparentaban ser una familia unida porque entre los tres se cargaban las cosas para salir; incluso el hombre abría la puertezuela del coche a la madre y a la hija. Él se veía amable; pero a la hora de comer percibía que el hombre nunca comía con ellas; las dejaba solas, se aseaba un poco y a veces hasta se cambiaba de ropa para salir con prisa. La madre y la hija comían juntas, pero no tan juntas, porque la primera lo hacía en la barra de la cocina, mientras que la segunda, con un mantel de bambú colocado sobre la mesa, usaba siempre una vajilla blanca para servir sus alimentos; como debía ser, pensaba la mujer al mirarla. La madre y la hija no cruzaban ni una sola palabra mientras comían. Terminaban, cada quien lavaba sus platos y se retiraban de la mesa, sin prolongar el tiempo en el comedor. Lamentaba ver esa escena porque recordaba esas comunicaciones que se sostenían de miradas y callados secretos que algún día tuvo con su hija, de quien siempre le habría gustado recibir un saludo a la hora que fuera. Diferente era el caso de una abuela, que todos los días le dejaban el cuidado de sus dos nietos. Eran de esos niños que no se están quietos tan fácilmente, pero la abuela tenía una gran capacidad de control. A la hora de comer era todo un elegante ritual, pues la mesa la adornaba con tal decoro que a la vecina le recordaba a las que había en los restaurantes de lujo, tanto, que en lugar de un vaso sencillo para tomar el agua como lo hacían los otros vecinos, la abuela usaba unas copas de cristal esmeriladas. Todo siempre lucía muy selecto para que comieran los tres tiempos que componía el menú que la abuela les preparaba. Porque cocinar, pensaba mientras los espiaba, era la forma en que a la abuela le gustaba tener el control para darles amor y protección. En ese hogar hacían lo que los demás no hacían, porque los otros simplemente parecía que comían sin pensar qué y cómo comían, y mucho menos se notaba que sintieran lo que comían, pues sólo llegaban y se iban.
Gertrudis sabía que no estaba bien lo que hacía su vecina de andar espiando. Pensaba que era cansado estar al pendiente de las vidas ajenas; a veces llegaba aun a sentir hasta la tortícolis que la vecina podría tener de tanto estar girando el cuello para acomodar el ojo en la mirilla. Eso la hacía sentir mal porque ambas, al espiar las vidas de los demás, diluían la propia al estar pendientes de lo que otros hacían.
Un día, Gertrudis, con el dolor en el cuello, decidió no esperar a la vecina, y optó por salir a caminar para ocupar la mente y no verla más. Sin embargo, mientras caminaba por el parque, en su mente trazaba la ruta que la mujer hacía al ir de departamento en departamento pegada detrás de las puertas, y en cada una de ellas se iba preguntando si esta vez el marido se habría quedado a comer con la madre y la hija, o si ellas sacarían un tema de conversación que las hiciera conocerse mejor; o bien, si la abuela habría podido relajarse aunque sea un momento con sus nietos y permitirse no cocinar un día para pedir comida de esa que llaman rápida; o si tal vez el vecino podría un día comer sin el celular en la mano. Recorrió uno a uno los hogares en su pensamiento; pero ante la curiosidad de lo que pasaría con los vecinos sólo aguantó un día, porque al día siguiente se asomó por su ventana a la misma hora de siempre. Pasados unos minutos notó que su vecina no salía, únicamente se veía una luz encendida en el pasillo; pensó que tal vez había llegado alguno de los hijos por ella y la habrían llevado a surtir su receta de metropolol, como era costumbre un día de cada mes.
Transcurrieron varios días que ni Gertrudis supo cuántos fueron y ni siquiera la vecina, quien últimamente se sentía cansada, sin ganas de arreglar familias inexistentes de las que nunca les reparó nada, como también cansada de no tener con quién dialogar. No tenía deseos de salir; entonces, decidió irse a dormir sin tomar su dosis de metropolol, esta vez sin apagar la luz, porque pensó que tal vez sería necesaria para alumbrar los pasillos sin perder de vista las aberturas de las puertas, aunque ahora pensaba que lo podría hacer desde la ventana de su propio departamento.
* Xalapa, Veracruz. Abogada y docente en la Escuela de Bachilleres Mixta Constitución de 1917. Participa en el taller de personajes femeninos en la literatura a cargo de Edgar Aguilar.
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