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Omar
Piña
Madrina
Cuquita
A Cynthia
Klingler;
porque enseña a
mirar hacia el futuro.
El brazo lo tengo
lastimado desde que era más chiquita y ¿cómo no? si tenía que acarrear cubetas
de tomates podridos todo el día. Primero sentí adentro como un jalón con un
alambre. Creí era un mareo porque ya estaba muy entrada la tarde y nada más
había comido dos tacos. Esta parte del cuello se puso dura, vino un dolor de
atrás de las rodillas y en la panza se formó como un globo; miré al cielo, como
si le quisiera preguntar a alguien qué era lo que me estaba pasando. Bien claro
recuerdo que sólo miré los tubos de las lámparas y escuché que algo me tronaba.
Bajaba
por la rampita y se oyó algo parecido a cuando se dobla un palo con todas las
fuerzas. Grité tan recio que las otras cargadoras quedaron espantadas y
entonces miré chorros de sangre. El asa de la cubeta pesaba más colgaba de la
piel que se me hizo como de chicle hasta que la atravesó el hueso astillado. Me
desmayé. No sé qué tiempo pasó; cuando abrí los ojos ya estaba acostada en la
cama de un hospital y en una esquina del cuarto, un doctor cuchicheaba con un
señor vestido con traje.
–De
puro milagro llegaste viva –me dijo una enfermera. –Ya se despertó, doctor.
El
señor de traje salió enojado, resoplaba y dio un portazo. Entonces el doctor
caminó hacia la cama y con su mano, apretó de una manera tierna la punta de mi
pie. Le ordenó a la enfermera que también saliera y cuando nos quedamos solos,
preguntó si tenía idea de lo que quería decir una “amputación”. Yo, era la
primera vez que oía una palabra tan rara. Quise contestarle que no, pero sentía
mareos; quería devolver la panza y al mismo tiempo
sentía ganas de llorar. Ni
para eso tuve fuerzas. Antes de seguir hablando, preparó una inyección. La
aguja entró y luego, un líquido que ardía.
–Amputar
es cortar una parte del cuerpo...– No pude oír bien lo demás porque sus palabras
eran lejanas, miraba cómo se alargaba su cara y sólo pude ver sus labios
delgados y los dientes chuecos. Volví a quedarme dormida, por horas o por días,
no lo sé.
Recuerdo
que cuando abrí los ojos, llovía con mucha fuerza, pero no había sido ese ruido
el que me despertó, sino el de una televisión. Era un aparato grande y supe que
estábamos de la tarde porque pasaban las novelas y sentada en un rincón del
cuarto, mi madrina veía con mucha atención mientras pelaba cacahuates y se los
atragantaba. Parecía como una ardilla muerta de hambre que no se iba a llenar
nunca. Los cachetes se le llenaban y después de masticar con mucha fuerza, se
empinaba una botella de refresco.
–Deme
usted un traguito de coca –le rogué. Ella brincó del susto y de verla tan
espantada me entraron las ganas de reír; pero no pude.
–Ahora
sí la hiciste buena –resopló.
–¿Para
eso te traje conmigo? De haberlo sabido antes, mejor te quedabas allá, a
pudrirte de por vida, pero allá.
Empezó
a gritar palabras muy feas con una especie de odio, una manera de despreciarme.
Se levantó de la silla para acercarse con toda su humanidad y cuando tuve su
cara bien cerca de la mía pude oler su aliento a descompuesto. Yo no era la que
estaba podrida. Que Dios me perdone, pero lo que más quería es que se cayera
muerta para que no siguiera diciéndome de cosas. Sus ofensas eran como piedras
que se me atoraban en la garganta. Repetía que por mi culpa se había metido en
un gran problema con los dueños de la fábrica, que nunca le había pasado con
una de sus recomendadas.
Yo,
todavía sentía cansancio y supe que por más que lo tratara, no podía defenderme
de aquella marrana que chillaba y lanzaba escupitajos con pedacitos de
cacahuate sobre mi cara asustada. ¿Qué había hecho de malo? ¿En qué la había
ofendido? Sólo cargaba una cubeta y cuando bajaba por la rampa, me abandonaron
las fuerzas y tronó mi brazo. ¿Dónde estaba el doctor de los dientes chuecos?
Prefería verlo a él, pues aunque aparecía para inyectarme esa medicina que me
hacía dormir hasta no saber de mí, era la única persona que me hablaba con
cariño. No son inventos, era un sentimiento que reconocí desde que me acarició
el pie.
Pasaron
días y seguían las inyecciones. Mi madrina Cuca llegaba desde la media tarde y
allí se quedaba, conmigo. O más bien dicho, yo creo que estaba encariñada con
la televisión, un aparato que después supe, era un regalo de los dueños de la
fábrica. Y por lo visto y oído, mi brazo roto era chisme de cada rato; hasta
que una noche, el doctor que me quería le dijo a la vieja gorda que la
infección se extendía, que estaba “cangrenando”. Se cuchichearon unas cosas.
Cuando él salió del cuarto, ella se me quedó mirando con lástima y se puso a
llorar. Sentí miedo, porque empezó a acariciarme la cara y me repetía que las
cosas iban a salir bien. Lo decía con arrepentimiento. Yo sentía coraje.
A
la otra mañana, entraron unas personas que me acostaron en una camita con
ruedas y por fin salí del cuarto para entrar a otro lugar donde las paredes
eran como las de los baños elegantes, todo
era blanco y había lámparas y aparatos. Volvieron
a dormirme y cuando desperté, sentía ligero mi brazo, como si fuera de aire,
aunque no podía verlo. Lloré mucho. Entonces, la madrina apagó la televisión
para explicarme que si los doctores lo habían quitado, era culpa de mis padres…
–Nunca
te dieron de comer bien, por eso creciste mal, con tus huesos como de gelatina.
–Entonces,
¿voy a romperme por partes?
–Mañana
nos vamos a la casa. –Fue lo que respondió.
Ya
pasó el tiempo y como dice la madrina: “¿De qué nos iba a servir una televisión
si en la colonia no hay luz?” No extraño ese aparato, aunque fuera un regalo. A
veces, recuerdo al doctor de los dientes chuecos, porque fue el único de quien
he recibido un trato de cariño. Si supiera escribir y tuviera que hacer una
lista de las personas a quienes quiero, sólo pondría su nombre, se llamaba
Félix; pero ya ni lo intento. El brazo que ya no tengo, era el de la mano que
sirve para agarrar los lapiceros.
Hace
un rato, unos albañiles vinieron a comprar cigarros sueltos. El más viejo, dijo
que de seguro yo había nacido para las ventas: “Aquí, afuera de la casa de doña
Cuquita”. Que “lo comerciante” se miraba en mi cara y las buenas formas con que
despacho en mi mesita de dulces, que ahorrara mucho para que algún día pusiera
una tienda de verdad. ¿Para qué sirve tener una gran tienda si mis huesos son
tan aguados como la gelatina?
Hay
tardes en que me da por extrañar aquella televisión que fue mía. La tristeza se
pasa rápido cuando pienso en lo que dice la madrina, que para mi cumpleaños, va
a comprarme un radio de pilas. No falta mucho. La semana que entra, cumplo los
doce. &
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